sábado, 18 de agosto de 2012

Orden frenético

Llegué a casa después de un día bastante tranquilito, me quité los zapatos y me lancé sobre la cama. Estuve un rato así, sin hacer nada. Luego me levanté, sacudí un poco la cabeza y me hice la cena.

Cuando aún hacía poco que había acabado, alguien de la televisión dijo “así es como son las cosas”. Fruncí el ceño e internamente me negué a aceptarlo. Me sacudí las migas de la ropa, me desnudé y tiré la ropa a lavar. Vi entonces que tenía pendiente una montaña de ropa.

“¿Desde cuándo está esto aquí?” pensé. Pues seguramente tanto que había pasado a formar parte de mi normalidad. Así es como eran las cosas… Lamentablemente para el montón, aquel día estaba rebelde, así que lo llevé al medio del salón (que es donde más espacio había) y me puse a clasificarlo. Montón de camisetas cortas aquí. Largas allá. Pantalones cortos en la silla. Los largos me los puse encima del hombro. Calcetines en la cesta, tendría que hacer una segunda clasificación de estos. Calzoncillos en el sofá.

Entonces me quedé mirando con cara de tonto lo que quedaba. Guantes. ¿Cuándo puñetas había llevado yo guantes? Varios pares, además. Como para no acordarse. Los dejé encima de la nevera, así seguro que no me olvidaba de nuevo.

Entré al instante en un frenesí clasificatorio, en los que solo había cajones engullendo calzoncillos, perchas sosteniendo camisas y calcetines dentro de más calcetines. Acabé sudado, con dolor en la espalda y las rodillas de tanto agacharme.

La precaución de la nevera fue innecesaria, no me olvidé de los guantes ni un segundo. Mientras colocaba tal y cual cosa en el cajón de turno, iba tomando nota mental para agenciarle un hueco bien apartado a los guantes, desde el que nunca más volvieran a ver la luz. Y eso hice, el maldito peor cajón de toda la historia estaba en mi casa, así que no hubo problemas para asignarle un puesto de honor a los guantes: El cajón chocaba contra el marco de la ventana de la habitación, por lo que había que abrir la ventana cada vez que querías abrir el armario. Y nunca abría la ventana, por lo que el polvo hacía de ella su hogar y reaccionaba con furia si se lo perturbaba.

Protegido con un impermeable (no me sentí ridículo, estaba en mi casa y allí hacía lo que me daba la gana) abrí la ventana y así pude acceder al cajón. Estaba prácticamente lleno de trastos inútiles que no me había atrevido a tirar en el pasado, ni me atreví entonces. Conté los guantes: eran diez, cinco pares. Solo había espacio para hacer dos montones.

“Dos montones, diez guantes. Cinco guantes en cada montón”

Error. No podía desparejar un par de guantes, no era ético.

“Un montón con tres pares y otro con dos”.

No, inconcebible. ¿Qué habría pasado con la simetría y el equilibrio? Pecado mortal.

Permanecí delante del cajón, con los cinco pares de guantes entre las manos, simulando posible escenarios, pero no me gustaba ninguno.

“¿Y si me deshago de un par?”

Aquello sí que me pateo los mismísimos (no literalmente, un guante como mucho podría aspirar a palmeármelos o a darme un buen guantazo)… ¿¡Tirar unos guantes en perfecto estado por estética!? Jamás. Jamás de los jamases.

Al final conseguí hacer los dos montones iguales, y no tuve que comprar otro par para igualar las cosas, me parecía un derroche.

Cerré el cajón y después la ventana, consciente de que aquel perfecto orden se conservaría por toda la eternidad.

Aquella noche dormí como un zapato.

Y por eso ahora siempre llevo guantes.