El suave
fluir del aire seco entre los edificios es el único sonido que queda en la
ciudad soleada.
El tiempo se
había congelado, pero solo en parte, pues aunque ya nada se movía ni nacía pensamiento
alguno, el polvo se iba acumulando, el metal se iba oxidando y los paneles solares
peor montados ya se iban desmoronando.
Desafiando al
opresivo silencio, unos pasos. Son pasos tranquilos, uniformes, con una
cadencia propia de quien no tiene prisa porque ya no hay destino al que llegar.
Su autor, unas botas usadas, pertenecientes a una figura encapuchada, envuelta
en una basta capa de tela marrón, a pesar del calor. Ocultos bajo la tela, dos
ojos, una nariz, una boca. Tal vez o tal vez no. Ya no hay a quien eso le
importe.
La figura
avanza por la acera desierta, esquiva ahora un cartel caído, ahora un coche
estrellado contra una farola. Se topa con un bulto mohoso y se detiene. No es
más que ropa. Ropa vieja, raída, descolorida por el sol y la lluvia.
Portándola,
su dueño. Un reseco cadáver, también congelado en el tiempo solo en parte, pues
mantiene la posición en la que quedó hace ya mucho tiempo, pero la escasa carne
que aún queda pegada a los huesos sigue huyendo del lugar poco a poco con cada
lluvia, con cada día ventoso.
La figura
observa los restos unos instantes, tal vez preguntándose como acabó así aquel
hombre, aquella ciudad, aquel país, aquel planeta. Tal vez no. No sabe con quién
compartir sus pensamientos o inquietudes: el viento no sabe escuchar y no hay
nadie más. Luego reanuda la marcha, rodeando los huesos y los harapos con
solemnidad, como si en cualquier momento pudieran levantarse. Como si esperara
que lo hicieran.
Su camino
sigue, recto, sin desvíos por ahora. A lo lejos ve un cruce. Un paso de cebra.
Un semáforo, con su panel solar aún resistiendo las nada delicadas caricias de
la intemperie. La distancia se acorta con cada paso y sus ojos (si es que
tiene) van captando detalles del cruce.
Nada
destacable, de hecho.
Pero sus
pasos siguen sumándose a los anteriormente dados y la figura no tiene más
remedio que reconocer que algo capta su atención, cuando ya no le queda más que
un instante para abandonar su acera y pisar el asfalto.
Este detalle
le detiene, le hace frenar en seco. Se queda mirando el semáforo, paciente,
mientras la cálida brisa de la ciudad soleada le mece la capa, juguetona.
Ni un paso
da, adelante o atrás. Permanece inmóvil, mirando el contorno del dibujo que se
adivina a duras penas gracias a un puñado de LEDs rojos que todavía
funcionan dentro de la cavidad superior del semáforo, conectado a un robusto
panel solar, preparado para resistir actos vandálicos y, fortuitamente, largos
períodos de abandono.
Pasan cinco
segundos, diez, veinte. Las luces rojas empiezan a parpadear, advirtiendo del
cambio. El encapuchado contiene el aliento o tal vez no. El pequeño avatar de
la cavidad superior se esfuma, pero aparece en sustitución otra figura hecha de
LEDs, ahora verdes. Ésta es mucho más visible: representa un hombrecillo andando,
aunque en sí misma no tiene movimiento, es gracias a la postura que se intuye
que su intención es avanzar.
El ruido de
unos pasos desafía de nuevo el silencio de la ciudad soleada, cuando la figura
encapuchada se pone en marcha con el beneplácito del hombrecillo verde.
Supera el
cruce y sigue su camino, dondequiera que vaya.
Adiós, figura
encapuchada. Nunca lo entendiste y ya no hay nadie que pueda explicártelo. O
tal vez sea yo quien siempre lo ha entendido mal.