Pasaban diez minutos de la hora de entrada y Óscar aún no había aparecido. Me llevé el café a los labios y dejé que me los humedeciera, pero no llegué a beber; tenía el estómago revuelto de algo que había comido el fin de semana y no me apetecía tomar nada. Lo abandoné sobre mi mesa con una punzada de remordimiento por haberlo comprado. Había sido un acto automático, inconsciente y ahora no sabía qué hacer con él. A veces la mente nos juega malas pasadas.
Repasé sin prisa todas las cámaras de vigilancia, deteniéndome especialmente en las que grababan el recorrido que Óscar debía recorrer desde la entrada hasta la sala de seguridad. Tenía la esperanza de verlo aparecer en alguna, pero nada.
La verdad es que me tenía preocupada: a principios de la semana anterior había empezado a comportarse de una forma extraña; llegaba tarde, se quedaba embobado mirando el infinito y no parecía prestar atención alguna a su vestimenta. No es que yo me fijase especialmente en esas cosas, pero eso era precisamente lo más preocupante: si yo lo notaba, es que era evidente para cualquiera. Y aunque teníamos una relación bastante estrecha fruto de la cantidad de horas que pasábamos juntos, no me había atrevido a preguntarle nada para no parecerle indiscreta, pero me moría de ganas por saber que le pasaba. Confiaba en que el fin de semana le hubiese ayudado a aclarar lo que fuera que le pasara y que volviera siendo el de siempre.
—Si sigue igual, le digo algo— me hice prometer a mí misma.