Como tantas otras tardes, Darío se quedó contemplando lo que, a falta de un nombre más revelador, había bautizado como “El Artilugio”. A pesar del número desorbitado de horas que había dedicado a lo largo de su vida a esta tarea, no había desentrañado los entresijos de su funcionamiento. Pero no se atrevía a activarlo, pues solo tendría una oportunidad.
Ocurrió muchos años atrás, cuando Darío aún era joven y su temeridad y desconocimiento eran fácilmente confundidos con valor. Se embarcó en una durísima travesía en la que tuvo que enfrentar incontables peligros y resolver intrincados misterios, pero que, gracias a su buena estrella, había completado con éxito. Mientras saboreaba su triunfo, un misterioso anciano le entregó el Artilugio, con el cual se suponía podría superar cualquier eventualidad por insalvable que pareciera… pero una vez empleado quedaría inservible, por lo que debía decidir con cautela cual era el momento idóneo para emplearlo. Darío había supuesto que “cuando llegara el momento, sabría qué hacer”, pero nunca había tenido el aplomo suficiente para emplear el que era su seguro de vida, y había superado todas las dificultades que la vida le había presentado con tenacidad (y una gran dosis de buena fortuna).
Su época dorada había pasado, y con ella también desaparecieron los peligros, por lo que ahora el Artilugio había perdido su utilidad. Por supuesto era incapaz relegarlo al olvido ni de utilizarlo simplemente para ver que hacía, pues había sacrificado mucho para poder preservarlo hasta entonces. “Habrá una adversidad mayor en el futuro, no debo desperdiciarlo ahora” había pensado cada vez que se sentía tentado a emplearlo.
Así que cuando un intrépido héroe apareció en escena, se apresuró a endilgárselo. El Artilugio era demasiada responsabilidad para un anciano.
Me encanta el final, queda genial dejarlo en el aire y que no se descubra que hace el artilugio ni si el anciano que se lo da sabe para que sirve
ResponderEliminarMuy bueno el final, Felipe, redondo redondo. No necesita más.
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