La
noche es oscura y las farolas son un pobre sustituto del Sol. Camino en
dirección a mi piso después de una noche penosa. Allí no me espera nadie, pero podría
ser peor: mejor solo que mal acompañado.
Un
ruido. Unos pasos. Alguien viene. Levanto la vista y la veo: una mujer, sola. La
observo sin dejar de caminar. Es mayor, aunque bueno, no es que sea vieja, pero
tampoco se puede decir que sea joven. Más o menos de la edad de mi madre, para
que nos entendamos... Bueno, la edad de mi madre la última vez que la vi y ya
hace tiempo de eso, la verdad. Me pregunto cómo estará, ¿me echará de menos?
Bueno,
que me desconcentro: la mujer (que lo cierto es que se parece a mi madre, ahora
que la veo mejor), anda sola por la acera en mi dirección. Nos cruzaremos
dentro de poco. ¿Cómo se le ocurre ir SOLA por la calle a estas horas? ¿En qué
puta cabeza cabe? Lleva un bolso. Meto la mano en el bolsillo de la chaqueta y
acaricio mi navaja, solo para asegurarme de que sigue ahí. La llevo para
defenderme, ¿eh? La necesito porque hay mucho hijo de puta suelto y no te
puedes fiar ni de tu sombra. Pero es que esta señora va pidiendo a gritos que la
atraquen. Pues antes de que alguien le raje la garganta para robarle el bolso,
se lo voy a quitar yo. Casi que le voy a hacer un favor, así aprenderá lo
desaconsejable que es ir sola por la calle a estas horas.
Parece
que ella me ha visto, porque ha puesto una cara de sorpresa muy rara. Supongo
que se ha puesto nerviosa. ¿AHORA te das cuenta de que tal vez no era buena
idea pasear en plena noche por esta parte de la ciudad, lumbreras? ¿AHORA te
pones en guardia? No es que eso cambie nada, yo tengo mi técnica. Pasamos uno
al lado del otro y no intento nada, así que se relaja. No sé por qué todo el
mundo piensa que una vez salgo de su campo de visión, desaparezco para siempre
o algo. Pero entonces me giro y… ¡Zas! Emerjo del olvido y le agarro el bolso
desde atrás. Tirón. Otro tirón. No lo suelta. Un tirón más. Mierda, que no lo
suelta. Ahora lo tiene cogido con las dos manos. ¿Si hago suficiente fuerza
romperé el asa? Supongo que sí… pero entonces igual tropiezo y me caigo o igual
lo suelta y me voy derecho contra el suelo. Quedaría como un gilipollas.
-¡Ladrón!
–va y grita.
Se
me remueve el estómago; como alguien lo haya escuchado… Saco la navaja y se la
enseño.
-Cállate
o acabas mal –la amenazo-. Suelta el bolso.
Ella
se queda como paralizada, mirando el arma. Creo ver decepción en sus ojos. Tal
vez sea miedo. Lo bueno es que ya no grita.
-Es
la primera vez que me atracan –me dice en un tono raro, como si fuese
información importante. O como si hubiese una regla en plan «si es la primera,
te libras». No te jode.
Doy
otro tirón, pero sigue sin soltarlo.
-¿Quieres
que te raje o qué? –pregunto, hostil- Suelta el bolso.
-No
me robes –me suplica-. Piensa bien lo que estás haciendo.
-No
me toques los huevos –gruño yo. Al principio no podía ni mirar a la gente a la
cara cuando se ponían a lloriquear, pero ya llevo unos cuantos de estos a mis
espaldas y al final aprendes a que te dé igual. La gente es deshonesta y hace
lo que sea para salirse con la suya, tienes que mantener la cabeza fría y no
dejarte camelar.
-Llévate
el dinero, pero no me robes la cartera –insiste con voz lastimera-. Tengo todas
las tarjetas ahí. A ti no te sirven para nada, pero a mí sí.
Ya
estamos. Pfff, no me gustaría tener que usar la navaja, porque la mujer se
parece a mi madre y no sé por qué me parecería fatal herirla. Y la verdad es
que me da un poco de pena la cara que pone, así que bueno… No es que me haya
camelado, que quede claro. Es una forma de resolver esto pacíficamente.
-Vale,
te dejo la cartera –accedo con voz fría-. Pero suelta el bolso.
-No,
te la doy yo –propone ella, con algo más de confianza.
Ya
claro. Y luego va y lleva un spray
anti-violadores de esos y me deja ciego. Una panda de hienas, eso es lo que
son.
-No
–me niego-. Sueltas el bolso, lo abro, saco el dinero y te devuelvo la cartera.
Ella
no parece muy convencida. ¿Se cree que me voy a escapar con su bolso? Qué YO tengo
un código, joder, no soy como todos los demás. Si le digo a alguien que voy a
hacer algo, pues lo hago. Al final se da cuenta de que no tiene escapatoria y,
bueno, lo suelta. Tiene algo raro en la mirada, como si pudiese ver a través de
mí. No me conoces, para de mirarme así. No intentes quedarte con mis rasgos.
-Bien
–gruño.
Pensándolo
mejor, ahora podría salir corriendo con todo. Mmm, pero le he dicho que le iba
a devolver la cartera. Joder, se lo he prometido… Bueno, en realidad no he
dicho «prometo que». ¿Aun así es una promesa? No sé, supongo que sí. Además, es
verdad que a mí las tarjetas y el DNI y todo eso no me beneficia en nada y a
ella sí. Una vez perdí el DNI y es un follón conseguir uno nuevo. Tampoco es
cuestión de joder por joder… Jesús, no soy ningún sádico. Abro el bolso y me
pongo a rebuscar bajo su atenta mirada. Saco un pedazo de cartera enorme. Miro
en la zona de billetes y solo tiene uno de diez.
-¿Solo
esto? –murmuro, decepcionado- Vaya mierda.
La
miro y ella parece contenta. Tiene la mirada iluminada. ¿De qué coño se alegra
tanto? ¿De que yo vaya a sacar una miseria? La verdad, eso me toca las pelotas.
Yo aquí intentando ser decente y esta mujer que se parece a mi madre
disfrutando de mi desgracia. Solo por eso se merece que me lleve todo… pero es
que ya le he dicho que le voy a devolver la cartera y aunque sea una de esas personas
que se alegra por el sufrimiento ajeno, yo no soy así. Tengo que cumplir mi
palabra. Miro el resto del bolso y me planteo… No soy muy de llevarme otras
cosas que dinero, pero aquí alguien se me merece algo peor que perder diez
pavos.
-Pues
como solo tienes esto, me llevo tu móvil también –le informo.
La
mujer se pone pálida y avanza hacia mí con la clara intención de recuperar su
bolso. Yo le enseño otra vez la navaja, porque parece haberla olvidado, y la
mantengo a raya. El karma le da a
cada cual lo que se merece, yo solo soy el medio que tiene de conseguirlo.
-Sabes
que se pueden bloquear si llamas a la operadora, ¿verdad? –comenta, ansiosa- No
lo podrás usar, no te sirve para nada.
Me
encojo de hombros: ya lo había oído, por eso casi nunca me llevo los móviles.
Pero no quiero admitir que se lo quito solo para joder, me haría quedar… poco
profesional, digamos. Además, seguro que se puede vender por piezas o algo así.
No es un tema en el que esté muy metido porque implica tratar con gente que no
me gusta nada y a la que prefiero evitar.
-Conozco
a uno que los sabe desbloquear –miento. Es una niñería intentar quedar bien
diciendo mentiras, lo sé. Pero que se le va a hacer, incluso a mí me puede el
orgullo a veces.
Me
guardo los diez euros y el teléfono en los bolsillos de mi cazadora y le tiendo
el bolso con cartera incluida. Ella lo coge con manos temblorosas. Parece
ansiosa. Me mira expectante, ¿qué más quiere de mí? Me mira como si esperase
que la reconociese. No eres mi madre, solo te pareces a ella. Para de mirarme
así.
-Gracias
por no robarme el bolso entero –murmura de golpe.
Se
me hace un nudo en el estómago. La gente no suele apreciar el riesgo que corro
al tomarme la molestia de abrir la cartera, sacar la pasta y devolverles lo que
a mí no me hace falta. Y la verdad, se agradece cuando te reconocen que estás
haciendo las cosas bien. Sí, ya sé que se supone que no tienes que hacer buenas
acciones solo para que los demás te den una palmadita en la espalda, pero es
que a veces me entran ganas de pasar de todo porque al final me miran igual. Pero
esta señora, que para más inri se parece a mi madre, a pesar de que me estoy
llevando su móvil, que seguro que vale un dineral, va y me da las gracias, hay
que joderse ¿Estaré actuando mal llevándome su teléfono? Tal vez ella no merezca
qu-
-Señora,
¿está usted bien? –pregunta una voz de hombre a mi espalda, interrumpiendo mi
reflexión- ¿Necesita ayuda?
Se
me ponen los huevos de corbata y, sin pensármelo dos veces, echo a correr. «¡Ladrón!»
brama el viandante como respuesta, «¡Jesús!» exclama la mujer…. No oigo pasos a
mis espaldas ni más gritos, nadie me sigue. De todos modos, no paro de correr
hasta pasadas unas cuantas calles, cuando ya no puedo más por culpa del puto
flato. Empiezo a caminar entonces concentrándome en intentar no vomitar por el
esfuerzo y el revoltijo de emociones.
Mientras
avanzo no puedo quitarme de la cabeza que la señora me haya dado las gracias. Y
voy yo y le quito el móvil, que no me sirve para nada. Y si me pongo a
pensarlo, se lo he quitado solo para hacerle daño y eso no está bien. Yo en
realidad no soy así, no hago estas cosas. ¿Tal vez debería devolvérselo? Seguro
que ha ido a comisaría a denunciarme con el tipo ese que se ha metido… Jesús, qué
susto me ha dado el cabrón. Igual hasta se hacen amigos o novios o algo. Que
ella ya es mayor para volver a casarse, pero nunca se sabe, el amor no entiende
de edades. Tampoco sé si se ha divorciado o que… No sé por qué asumo que está
casada, en realidad. Buah, le estoy dando demasiadas vueltas, mejor me voy a
casa y mañana lo pienso cuando esté más despejado. Hasta puede que encuentre a
alguien que sepa quitar el bloqueo de móviles, nunca se sabe.
Y
eso hago, después de un rato llego a mi piso. Estoy todo sudado de la carrera
que me he echado, así que mejor me doy una ducha o me enfriaré y me constiparé.
Enciendo el agua lo primero, porque hasta que no salga calentita no me mojaré y
eso lleva un rato. Me despeloto y me meto dentro, aunque aún no está
exactamente como me gusta. Empiezo por los pies que da menos impresión y voy
subiendo poco a poco, quitándome el sudor, el polvo y los malos rollos del día.
Y entonces va y se pone a sonar un móvil… que no es el mío.
Joder,
soy gilipollas, me he olvidado de quitarle la batería al móvil de la señora que
se parece a mi madre. A ver, que esto no es América donde te rastrean la
llamada en diez segundos y te pillan cinco tipos del FBI cagando mientras lees
el periódico, pero mejor ir con cuidado. Salgo de la ducha medio cabreado medio
preocupado y tanteo en mi cazadora en busca del móvil. No tengo intención de
contestar, claro, porque o bien es alguien que aún no sabe lo que ha pasado y
la situación es muy incómoda o me llama alguien que ya lo sabe para ponerme a
parir. Al final no gano nada.
En
la pantalla aparece el número que me llama. Y bajo el número, el nombre del
contacto. «Casa». Es la señora, llamándome desde su teléfono fijo. De nuevo,
esto no es una película donde la casa de ella está hasta arriba de policías y
cacharros de alta tecnología, esperando triangular la llamada si contesto para
caer sobre mí. No ha habido tiempo para prepararlo, tampoco, no ha pasado ni
media hora. Así que es la señora, que quiere hablar conmigo. O igual es su
marido para cantarme las cuarenta… vete a saber. Pero creo que es ella, sentada
en su sofá, algo encogida, con el auricular ya pegado a la oreja y la otra mano
apretando uno de sus muslos, como si hacer fuerza hiciera más probable que
alguien contestase. Por alguna razón, aquella imagen me llena de compasión.
El
teléfono sigue sonando. No debería descolgar.
Pero
descuelgo.
-¿Si?
–pregunto, incómodo.
Al
otro lado de la línea alguien deja escapar aire por la nariz, como si le
hubiese sorprendido.
-No
esperaba que contestaras –reconoce una voz de mujer, dubitativa. Es ella. La
mujer que se parece a mi madre.
Suelto
un «ah» y me quedo callado. No sé muy bien que espera que diga. Tengo medio
atragantado un «siento haberme llevado tu móvil» pero no acaba de salir. Como
cuando tienes un eructo acechando, pero por más fuerza que haces no sale. De
todos modos, ella vuelve a hablar.
-¿Puedo
hacerte una pregunta? –dice con voz educada.
Al
principio me preocupa, pero, en realidad, ¿qué mal puede hacerme? Si me
pregunta algo comprometido, pues no contesto y punto.
-Vale
–murmuro.
A
saber que me pregunta. Esto es nuevo para mí y no tengo ni idea de que interés
puedo tener para ella.
-¿Por
qué robas? –va y me suelta.
Me
quedo a cuadros. Bueno, supongo que es normal que quiera saber por qué razón se
ha quedado sin móvil.
-Te
lo ibas buscando tú –respondo-. No se puede ir sola por la calle a estas horas y
esperar que no te pase nada malo.
Ella
no responde al instante y durante un momento pienso que igual se ha cortado la
comunicación. Pero no, escucho su respiración. Está pensando que decir,
supongo. Cojo una toalla y empiezo a secarme, hace demasiado frío como para ir
desnudo y empapado por ahí.
-No
me refiero a por qué me has atracado a mí –matiza con voz cauta-. Me refiero en
general, a por qué robas. ¿O es la primera vez que lo haces?
-No,
no es la primera vez –contesto, incómodo-. Aunque si fuese la primera vez también
sería por un motivo, ¿no?
La
señora se muestra de acuerdo, pero no añade nada más. Espera una respuesta, pero
yo estoy en blanco. Se me revuelven las tripas, me siento como un chiquillo al
que le están dando una regañina. Debería colgar y punto, no le debo nada: ha
sido culpa suya por no ir con cuidado.
-¿Tienes
problemas de dinero? –sugiere ella, al ver que no digo nada.
-No
me sobra –contesto a la defensiva.
¿Será
poli o algo? ¿Está intentando descubrir quién soy? Espero que de verdad esté
sola y no con la policía. Siento que estoy cometiendo un grave error al no
colgar.
-¿Tienes
trabajo? –insiste ella.
-¿Por
qué te interesa tanto mi vida? –inquiero, irritado- No vas a descubrir cómo me
llamo ni donde vivo, así que déjame en paz.
Por
algún motivo, aquello la desconcierta. Como si algo no le encajara.
-No
estoy intentando nada –me asegura con voz lenta, al cabo de un rato -. Es solo
que tengo curiosidad.
¿Curiosidad?
Y una mierda. Se nota que aquí pasa algo. Me huele a chamusquina.
-Una
mierda –respondo en consonancia. Digo lo que pienso, ya veis.
-Te
lo prometo –insiste ella con algo más de aplomo-. Nunca antes me habían robado
y no había tenido la oportunidad de hablar con un atracador. Me gustaría saber
tu historia, por qué haces lo que haces.
De
nuevo, no sé qué decir. ¿Por qué hago lo que hago? ¿Qué clase de pregunta es
esa?
-Pues
no sé –digo. Y es cierto, no sé qué decir-. Es una pregunta muy general.
Por
el resoplido que suelta, la mujer parece frustrada.
-¿Si
te hago preguntas concretas me responderás? –sugiere.
Yo
asiento, pero evidentemente ella no se da cuenta, así que le digo que sí. Me siento
imbécil. Debería colgar y dejar de hacer el ridículo.
-¿Tienes
trabajo? –repite.
Odio
esa pregunta.
-No
–respondo secamente.
-¿Alguna
vez has tenido? –sigue ella.
-Sí
–contesto.
-¿En
qué trabajabas?
Respiro
hondo intentando deshacer el nudo de mi estómago, pero está atado y bien atado.
A la mierda.
-No
quiero seguir hablando de esto –mascullo-. Si es lo único que te interesa, te
cuelgo.
Vuelvo
a ponerme la ropa, desnudo me siento expuesto, aún con la toalla. Debería
colgar. No sé por qué no cuelgo.
-Claro,
cambio de tema –cede la señora-. Cuando robas, ¿crees que estás haciendo algo
malo?
Directa
al grano. Muchas confianzas se está tomando.
-Hay
cosas mucho peores –replico-. Auténticas barbaridades. Deberías preocuparte por
los que asesinan y los que violan a niños y esas cosas, no por lo que yo hago o
dejo de hacer.
-Eso
no es una respuesta, te he preguntado si crees que estás haciendo algo malo al
robar –objeta ella-. Además, me interesas tú, no los otros.
Trago
saliva. ¿Le intereso yo…?
-Todos
tenemos que comer –suelto, algo aturdido-. Cada cual hace lo que puede.
-Por
eso te estaba preguntando sobre tus trabajos, para ver la situación en la que
te encontrabas, pero no quieres hablar de ello –me echa ella en cara-. Y de
nuevo, no es una respuesta.
-Pues
a mí me parece que sí que lo es –me defiendo.
De
nuevo, silencio. ¿Me habrá triangulado ya la policía? ¿Estarán ya en mi puerta
los GEOS?
-¿Está
mal matar? –me pregunta la señora de golpe.
La
pregunta me pilla desprevenido. ¿Qué coño tiene que ver?
-Nunca
he matado a nadie –le aseguro. A mí que me registren, no tengo sangre en las
manos.
-No
te he preguntado eso –matiza con suavidad-. Yo tampoco he matado nunca a nadie
y considero que está mal hacerlo. ¿Tú qué opinas?
Es
una especie de trampa, se ve a la legua. Y por una parte quiero colgar para no
tener que estar en esta conversación tan asquerosamente incómoda… pero, por
otra parte, algo, no sé qué, me retiene. Alguna puta fuerza cósmica me obliga a
seguir sufriendo a esta señora y su perturbador parecido a mi madre.
-Opino
que…. –balbuceo, intentando ganar tiempo- Que… Que está mal.
-Y
si la única forma que tuvieses de sobrevivir fuese matar a alguien, ¿lo harías?
–continúa sin perder un segundo- ¿Matarías a alguien por sobrevivir?
No
es una pregunta que me haga a menudo. No es una pregunta que me quiera hacer. Pero
es justo lo que me acaban de preguntar.
-No
sé, supongo –respondo.
Por
algún motivo, siento que esa respuesta me hace quedar mal. Siento que toda esta
conversación me hace quedar mal. Debería colgar, pero no puedo.
-Así
que harías algo que consideras malo si hiciese falta –razona la mujer-.
Matarías a alguien si hiciese falta.
-No
soy un asesino –me defiendo-. Si piensa que me puede contratar para matar a
alguien se equivoca de tío.
La
mujer se ríe.
-¿Ahora
me hablas de usted? –se burla- Nunca me has hablado de usted.
Yo
resoplo, molesto.
-No
me he dado cuenta –gruño-. Y no soy un asesino.
-No
he dicho que lo seas –dice la señora, cada vez con más aplomo. Solo digo que harías
cosas que consideras que no se deben hacer si las circunstancias te obligan. No
te gusta matar, pero lo harías si hiciese falta. ¿Te gusta robar? ¿Robas porque
te gusta?
-No
–respondo al instante. Qué pregunta.
-Pero
lo haces –recalca-. Me has robado. Yo he pagado por el móvil con el que estás
hablando y sin embargo eres tú quien lo tiene.
No
contesto. Hay algo en las palabras que está usando que me incomoda. Jesús, hay
algo en lo que está intentando que me produce escalofríos.
-Así
que te pregunto de nuevo… ¿está mal robar?
Suelto
un bufido.
-Eso
no es lo que me has preguntado antes –puntualizo-. Claro que está mal robar.
Por
el ruido que hace la señora, parece confundida.
-¿Qué
te he preguntado antes? –quiere saber ella. A esta mujer se le va la cabeza.
-Que
si creo que está mal… lo que hago –le recuerdo.
-¿Y
qué diferencia hay? –me pregunta.
Me
paro a pensar. ¿Qué diferencia hay? Hay diferencia. Está claro que hay
diferencia. En mi mente la diferencia es cristalina, pero por algún motivo las
palabras se me escurren.
-No
sé explicarlo –admito-. Pero no es lo mismo.
Entonces
algo parece hacer click en la mente
de la señora. O igual no, no leo mentes, pero es lo más probable por la
siguiente pregunta que me hace.
-¿Puedes
decir «yo te he robado el móvil»? –me pide.
¿…qué?
No le debo nada. No es nadie. No tiene derecho a hacerme decir nada.
-Yo
te he… quitado el móvil –repito, confuso.
-No
he dicho «quitado» -puntualiza ella-. He dicho «robado». Dilo. Di «yo te he
robado el móvil».
No
puedo. Algo en esa frase no es correcto. Debería colgar. ¿Qué coño está
pasando? No es ella. Para.
-No
–respondo-. No lo voy a decir.
Mi
madre, digo la mujer que se parece a mi madre, no mi madre, suelta una
carcajada. No es mi madre. No es mi madre. No le debo nada. No es nadie. Nadie.
Debería colgar. Pero no puedo.
-¿Por
qué no lo dices? –insiste- Eso es exactamente lo que has hecho.
Lo
sé. Lo sé, pero no es verdad. Yo nunca le robaría a… bueno, pero esto es
distinto. Esto no está mal, ella no es.... Bueno, espera. Aunque no sea… ¿Está
mal? Me lo he llevado para hacerle daño. Pero se lo merecía. Aunque me dio las
gracias. No-
-Deja
de engañarte a ti mismo –dice con un aplomo asfixiante-. Abre los ojos.
Abre
los ojos. Abrelosojos. ¿Por qué me dice eso? Ella no es nadie. Ni siquiera
existe. No es mi madre. No es una persona. No es nada. Pero se parece a ella.
Se parece a ella. Esa una persona. No puede serlo. Pero me ha dado las gracias.
Me duele la cabeza. Me falta el aire.
-Debes
entender el daño que le haces a los demás –insiste-. Es lo mínimo que puedes
hacer. Asume las consecuencias de tus actos, Jesús.
¿Jes-?
¿Cómo las consecuencias de mis actos? ¿Pero qué coño dices, mamá? Tú no eres
ella. Yo no le hago daño a nadie, lo que hago no está mal. No es robar porque
no existes en la realidad, solo sois sombras producto de las farolas. Por el
día vuestro cuerpo se esfuma y con él, cualquier culpa. Cuelga. Cuelga. Cuelga.
Cuelga y así desaparecerás, ya no existirá el sofá en el que te sientas, ni el
viandante que me ha pillado, ni tu mano aferrada a tu pierna. Solo quedará este
maldito móvil que yo no debería tener.
-Has
cometido errores, pero en el fondo sé que no eres una mala persona, hijo
–continúa mi madre que no es mi madre con voz quebrada-. Sé que si te das
cuenta de lo que estás haciendo te horrorizarás, porque en el fondo eres un
buen chico. Pero el mundo no es blanco o negro, Jesús. Todos cometemos errores
y nos engañamos a nosotros mismos, y necesitamos que alguien nos ayude. Por eso
nunca he dejado de buscarte.
Tengo
la boca seca y me tiembla todo el cuerpo. «Hijo». Ella lo sabía desde el
principio. Por eso se comportaba así, por eso el interés. El eructo que se
negaba a salir, de pronto y de forma incontrolable, decide que es momento de
liberarse y, con él, todo lo demás.
-Siento
haberte quitado el móvil –confieso, casi al borde del llanto-. Lo siento tanto,
mamá. Siento haberte robado.
Ella
solloza. Yo sonrío, aliviado. Ese puto nudo de mi estómago se va disolviendo. Hacía
tiempo que no me sentía tan bien. Llevaba tanto sintiéndome como una mierda que
ya ni recordaba cómo era sentirse de otra manera.
-Lo
has dicho –me hace ver mi madre-. Has admitido que robas.
-No
lo haré más –me apresuro a añadir.
He
estado ciego todo este tiempo. Las sombras no las proyectan las farolas. No
tenía más que levantar la vista y ver que cada sombra pertenece a una persona.
A una persona como mi madre o como yo mismo. No a alguien unidimensional,
siempre deshonesto, una hiena siempre preparada para atacar, pero incapaz de
sentir nada. A un ser humano.
-Gracias
por no perder la fe en mí, mamá –le digo, incapaz ya de contenerme-. No sé qué
voy a hacer a partir de ahora, pero voy a cambiar.
Ella
sorbe los mocos, pero aun así resulta emotivo.
-Estoy
orgullosa de ti, Jesús –dice con voz tierna-. Y sé que tu padre, en paz
descanse, también lo estaría.
Aquello
me golpea como un martillo.
-¿Papá
ha muerto? –pregunto, horrorizado.
Mi
madre guarda silencio, confundida. Aterrada.
-Murió
cuando eras pequeño, Jesús –susurra-. ¿No te acuerdas?
Yo
trago saliva. Algo está mal. Algo está muy mal. Debería colgar… pero no puedo.
-¿Por…
por-
Pierdo
la voz. Yo también estoy asustado.
-¿Qué
te pasa, hijo? –pregunta la señora.
-¿Por…
por qué no paras de decir «Jesús»? –susurro. Ojalá no lo escuche. Ojalá no
conteste.
Pero
sí que me oye. Y sí contesta.
-Porque
así te llamas –responde-. Es el nombre que te pusimos.
Pero
no es cierto. No soy Jesús.
-No
soy Jesús –digo en consecuencia.
No
es mi madre.
-No
eres mi madre –continúo.
No
soy su hijo.
-No
soy tu hijo –termino.
La
mujer que se parece a mi madre se queda callada. «Ah», dice. Permanecemos unos
segundos expectantes. Y, sin despedirse, la señora cuelga el teléfono. Cuelga
sin despedirse porque ya no existo. En realidad, nunca he existido. No soy más
que la sombra de una farola en la que ella ha visto lo que quería ver, a su
hijo, al que busca incansable.
Abro
el móvil y le saco la batería.
Y entonces te
miro. A ti. Sí, a ti, lector. Te miro expectante, porque espero que hayas comprendido
que coño ha pasado. Porque esta historia no trata SOLO sobre un ladrón que echa
de menos a su madre y una madre que echa de menos a su hijo ladrón. Trata sobre
nuestra inclinación a ver sombras, pero no quien las produce. Sé que te puede
resultar pretencioso que te explique el mensaje, pero que te den, ni siquiera
existo, no puedes hacerme nada.
Así que,
para concluir, contéstame a esta pregunta…
¿Conoces
a alguien que sepa cómo desbloquear móviles?
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