Un mal día lo tiene cualquiera. Se dan una determinadas circunstancias que convierten decisiones en errores y todo sale mal. Cuando tengo uno de esos días, salgo a pasear sin rumbo, sin prestar demasiada atención a nada en concreto, dejando vía libre a la mente para que se recomponga de las acometidas del día nefasto. Las primeras veces tenía que ir prestando atención para no perderme, pero ya conozco cada calle, cada tienda y cada pintada; ahora me dejo llevar a donde el azar guste y cuando tomo las riendas, no tengo más que regresar sin prisa al hogar.
Bueno, pues hoy me hallo paseando por idéntico motivo que tantas otras veces. Aún sin prestar atención, reconozco vagamente donde me encuentro, algunos lugares son lo bastante llamativos para ello. Mi mente divaga, pero no hay problema con ello. Al fin y al cabo, para eso estoy aquí. Me entra algo en el ojo, empiezo a parpadear compulsivamente y el ojo se me llena de lágrimas. Detengo mi marcha y me inclino hacia adelante para favorecer la caída de la partícula invasora. El proceso resulta lento, pero es inexorable y al final mi ojo se desembaraza de su indeseado compañero. Me seco las húmedas mejillas con la manga y me dispongo a continuar el camino, satisfecho de haber sido capaz de resolver un problema.
Pero ante mí ya no está la calle, con su peluquería y su kebab. Ahora hay un desierto. Parpadeo varias veces, como si toda aquella visión se me hubiese metido en el ojo, pero sigue ahí. Me doy la vuelta, esperando ver más desierto, pero el trozo de calle ya recorrida sigue en su sitio. Me quedo boquiabierto entre las dos fases, intentando comprender que está sucediendo. Una chica en bicicleta me esquiva ágilmente y en el instante en que se interna en el desierto, se convierte en polvo, que cae pesadamente, levantando una nube de arena de la que me protejo instintivamente. Miro hacia la calle, pero nadie más que yo parece percatarse de las toneladas y toneladas de arena en las que se ha convertido todos los edificios de media calle. Un hombre fuma mientras mira su reloj en la puerta de un hotel y un frutero espera con los brazos cruzados en la puerta de su establecimiento.
-¿Se encuentra bien?- pregunta alguien a mi espalda.
Me giro alarmado: un hombre y una mujer, claramente pareja, me miran preocupados. Se encuentran justo entre el desierto y yo. Doy un paso hacia ellos, incapaz de pronunciar palabra; ambos retroceden y se convierten en polvo. Doy un grito histérico y empiezo a retroceder sin perder de vista los montículos que segundos antes eran dos seres humanos. Y entonces, desafiando abiertamente la teoría del caos, los dos montículos recuperaron su forma anterior, y la pareja volvía a estar frente a él, aunque ahora bastante más alarmados.
-Tranquilícese, ¿quiere?- me pide el hombre.
Por supuesto, es algo superior a mí. Siento el corazón desbocado en algún punto indeterminado de mi pecho. Debo estar muy pálido… A decir verdad, debo tener aspecto de perturbado. El hombre divisa algo tras de mí; me giro yo también y veo como el frutero se aproxima a paso ligero para ver qué ocurre. De pronto, siento pánico.
Y sin entender muy bien qué es exactamente lo que me propongo, supero a la sorprendida pareja y me lanzo al desierto. Cuando piso la blanda arena, me sorprendo; no sabía exactamente que iba a suceder, pero que no sucediese absolutamente nada no me lo había planteado. Miro atrás, la pareja no parece comprender lo que sucede, ambos tienen el ceño fruncido y la boca entreabierta. El frutero llega hasta ellos y los supera, convirtiéndose en fina arena al llegar a la interfase. Me pregunto que habrán visto ellos cuando yo atravesé la línea, ¿me desmoroné tal como hicieron todos los otros? ¿Desaparecí sin más? ¿O tal vez siguen viéndome?
-¿Hola?
No hay respuesta, siguen mirando al infinito y de pronto empiezan a correr hacia mí y se vuelven polvo, como todos los otros. Dudo si volver o no, la situación es demasiado absurda como para que pueda pensar con lucidez. Finalmente, decido explorar un poco el desierto, al fin y al cabo no es algo que se pueda ver todos los días. Hace calor.
Al parecer, toda la ciudad ha sido engullida por el desierto a la misma altura: la ciudad y el desierto están separados por una línea recta que se prolongo hasta dónde yo puedo ver, en ambas direcciones. Subo a lo alto de una duna para tener mejor visibilidad y descubro una pequeña estructura no muy lejos de mi posición. Desciendo hasta ella, con el sentido común ya entumecido del exceso de sucesos que escapan a él. De cerca, puedo observar cómodamente la construcción: es una semiesfera de piedra, me recuerda a un iglú, aunque más grande. La entrada se encuentra justo en la otra parte, es lo bastante amplia para pasar sin problemas. El interior está completamente ocupado por una escalera de caracol descendente, así que empiezo a recorrerla. Conforme voy penetrando en las entrañas de la tierra, siento que la temperatura va descendiendo. La luz que proviene de la entrada empieza a ser insuficiente y debo andar con cuidado de no tropezar. Más abajo, solo veo oscuridad sin fin.
En contra de las previsiones, llego al final de las escaleras cuando aún puedo ver la luz sobre mi cabeza. Tanteo la pared y encuentro un pasillo, este si en total oscuridad, que empiezo a recorrer. Tras un par de minutos de camina a ciegas, alcanzo el final del pasillo. Desorientado, busco alguna manivela o picaporte, señal inequívoca de una puerta. No encuentro nada, pero al empujar, la pared cede y me da paso a una sala circular, iluminada por antorchas. No hay más salidas que por donde he venido. Las paredes son de roca desnuda, pero el suelo rebosa de monedas de oro, cofres y joyas. Justo en el centro, sobre una mesilla, descansa… una lámpara de aceite. La miro con ojos vidriosos. Por fin algo que tiene sentido. La cámara de los tesoros… ¡La lámpara mágica!
Me acerco a ella con paso decidido, mientras mi cabeza empieza a trabajar febrilmente en la búsqueda de los tres deseos más apropiados. ¿Vida eterna? ¿Riqueza infinita? ¿Paz mundial? ¿Conocimiento sin límites? ¿Poder? ¿Magia? Ante mí se abría un abanico de posibilidades como nunca antes se le había abierto a nadie.
Cojo la lámpara con manos temblorosas y la froto con la manga todavía húmeda de sucesos que ocurrieron en otro mundo.
Espero.
Espero.
Pero no pasa nada, ningún genio maravilloso brota del interior dispuesto a concederme la felicidad eterna.
Me rasco la cabeza, confuso. Sin saber muy bien qué hacer, abro la tapa de la lámpara; dentro hay una nota bastante antigua. “He liberado al genio”, pone.
Joder, menuda putada.
Bien, Aladino. Está claro que el genio - la genialidad - está en tu cabeza.
ResponderEliminarYa me explicarás por cierto por qué la interfase realidad-ficción no está a la altura del narrador ó la delimita el propio narrador, porque hasta mediado el relato imaginaba que era él quien la definía.