miércoles, 19 de octubre de 2011

Lo que se esconde en el interior

//Y con esto acabo lo que empecé con "Envoltorio" y continué con "La delgada línea que nos separa". Seguramente no gustará a todo el mundo. Pero me encantan mis finales. Todos ellos//.


Hay un aspecto de la vida especialmente importante. Un apartado que siempre ha generado mucho revuelo, independientemente del contexto social y la época. A decir verdad, un aspecto sin el que la vida no podría considerarse como tal. La muerte. Es un concepto que a nadie deja indiferente, pues las opiniones sobre ella varían en función de lo desdichado que sea uno y de la libre interpretación de lo que hay después. Se pueden hacer miles de elucubraciones e hipótesis sobre la Última pregunta, pero no deja de ser “construir castillos en el aire”, aunque hay que reconocer que algunas de estas construcciones están inusualmente bien hechas y han aguantado el paso de los siglos y el cambio de mentalidad con bastante entereza.

Personalmente, y supongo que como todo el mundo, la muerte me repele y me atrae al mismo tiempo. Me repele porque es lanzarse a lo desconocido, donde siempre habita todo aquello que quiere hacernos daño. También es esta incertidumbre la que me atrae, pues no puedo concebir el fin de mi existencia, por lo que la idea de una segunda vida resulta especialmente fácil de aceptar. Lo único cierto es que hasta que no muera no estaré seguro, y para cuando lo esté ya no podré transmitir dicha información, por lo que el panorama nunca cambia, por lo menos en este aspecto.

Mentira, tengo que hacer una matización: no cambiaba. Desde que se puede revivir a los muertos, el mundo parece haber entrado en frenesí. No es de extrañar esta locura: La que una vez fue mi esposa muerta, ahora sale viva de una caja. Considero que tenerla ante mí en este preciso instante, con su mirada vagamente confusa, es algo positivo. Al fin y al cabo, yo la amaba y ella me amaba a mí, ninguno de los dos merecía perder al otro. Y menos por una muerte absurda y accidental que mi mente ya ha eliminado casi por completo, pues no tendría sentido conservar algo que ha sido anulado e interfiere directamente con el presente: ahora mismo me esté mirando algo avergonzada, pues tengo mis ojos fijos en los suyos. Y los muertos no se avergüenzan.

“¿Por dónde empezamos?” era su frase, su seña de identidad. Se sentía orgullosa de tener algo así, una expresión que estuviera ligada a ella. E invariablemente, yo siempre contestaba lo mismo.

-Menos por el principio, por donde quieras –dije con voz llorosa, pues meses de tensión e inseguridad empezaban a deshacerse y por algún sitio habían de salir.

Por eso me abalancé (pues es lo que hice) sobre ella y la abracé con todas mis fuerzas. No olía como solía oler, olía a cerrado y a plástico, pero sentí la tibieza de su piel a través del extraño mono que traía puesto, gentileza de la empresa. Por fin volvía a ser mía.

-¿Estás bien?- dijo ella, titubeando.

No reaccioné. Sabía que la memoria reciente se perdía, o se borraba deliberadamente, pues no sabían cómo podía afectar el saberse muerto a aquellos que habían sido traídos de vuelta. Así que, aunque ella estuviera desorientada, no sabía nada del accidente ni del periodo en el que fue un frío cadáver. Me habían advertido tanto en contra de contarle todo de golpe como de tardar demasiado: Debía saber, aunque fuera de forma vaga, que en algún momento había expirado. Era imprescindible. De todas formas, resultaba imposible que no lo supiera, pues debía poner sus papeles en regla; legalmente, aún estaba muerta. Pero no me veía con ánimos para contárselo en ese preciso momento, solo quería seguir sintiéndola, asirla con fuerza para no perderla de nuevo.

-En serio, me estás asustando –dijo seriamente.

Me separé de ella lo suficiente para mirarla a los ojos y puse una sonrisa triste.

-Nada –la tranquilicé- solo es un momento de debilidad.

Ella mostró una sonrisa compasiva y me acarició la nuca.

-Ya pasó –susurró, pues servía para todo tipo de situaciones. A decir verdad, se ajustaba perfectamente a esta. Volvía a ser mía.

Respiré lentamente, llenando completamente el diafragma, y dejé que el aire escapara sin prisa por mi boca. Me limpié los ojos con el dorso de la mano y me alejé un paso de ella.

-¿No quieres ponerte algo más cómodo? –le sugerí.

Ella se miró la ropa y se sobresaltó. Me interrogó silenciosamente, sin comprender, durante unos segundos; luego puso cara de circunstancias y se metió en nuestro cuarto para cambiarse. Nuestro cuarto. Qué raro sonaba después de tanto tiempo considerándolo únicamente mío.

-Mi ropa huele raro –se quejó en voz alta, para que yo la oyera. No me había atrevido a quitar nada de su sitio, pero tampoco había mantenido sus cosas en perfecto estado. Actuaba como si no las viera, como si formaran parte de un decorado o un fondo y no pudiese interactuar con ellas. Me acerqué a donde ella estaba y olí la prenda que me ofreció, una camisa de pijama. Olía a cerrado.

-Pues yo no huelo nada raro –mentí- Será que hace mucho que no la usas.

Ella pareció dudar, pero de nuevo desistió. Me hizo gestos para que saliera de la habitación, no quería que la viese cambiarse. Yo me resigné a salir de allí, pues no quería contrariarla. Aproveché que ella no estaba para arrastrar la caja hasta una habitación que no usábamos y la dejé allí. Cerré la puerta.

-¿Puedes venir un momento? –oí que me llamaba.

Acudí raudo, pues ansiaba verla de nuevo. Abrí lentamente la puerta de la habitación, esperando que me pidiera que me detuviese.

No lo hizo. Seguía con el mono y parecía contrariada.

-No me sé quitar esto –admitió-Ayúdame, por favor.

La cremallera estaba justo debajo de la nuca, por lo que resultaba casi imposible acceder a ella desde un ángulo correcto para poder bajarla. Me pregunté si estaba hecho para que solo otra persona pudiese quitarlo o era fruto de un mal diseño.

Bajé lentamente la cremallera. Con el dedo índice fui rozando su columna, hasta que la cremallera no bajó más. Después la cogí de los hombros y tiré de la prenda hacia ambos lados. No se resistió. El mono le cayó por las caderas, mostrando su espalda.

Una espalda plagada de pequeñas cicatrices alargadas y rosadas. Parecían flechas marcando direcciones aleatorias. Rocé una de ellas con la yema de mi dedo y ella se estremeció.

Todas las flechas me señalaban acusadoramente. Las miré a todas solemnemente, sabiéndome vencedor.

Vencedor sobre las cicatrices.

Vencedor sobre el accidente.

Vencedor sobre la propia muerte.

Y mucho más importante, vencedor sobre mis propios errores.

4 comentarios:

  1. Eso es lo que se esconde en el interior.

    Bueno, eso y tripas.

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  2. Inteligente relato, si señor. Me ha encantado. Un relato muy genial.

    Sigue sorprendiendo....


    Un premiazo.

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  3. Empezaste genial.. pero el final me a dejado como con un poco de desgana......
    Aunque la historiaa es bastante interesantee.

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