miércoles, 5 de octubre de 2011

Envoltorio

//Me propongo hacer una historia más larga que las habituales, así que lo haré por entregas. Posiblemente esto me ocupe todo el mes, aunque no prometo nada//.

Hace casi un mes que no duermo de un tirón. Siempre me despierto sudando y busco a tientas el reloj, febrilmente, para saber la hora. La consecuencia inmediata de saberla es relajarme y poder volver a dormirme, algo decepcionado. No es algo racional y por tanto no puedo controlarlo. Quien viera esto desde fuera sin conocerme ni a mí ni a mis circunstancias, seguramente pensaría que sufro algún tipo de desorden del sueño, fruto del estrés o de algún suceso que me dejó en shock.

Nada más lejos de la realidad. Es simple impaciencia; también durante el día miro mi reloj (o mi teléfono móvil, de ambos extraigo idéntica información, con algún minuto de diferencia) para comprobar el paso de las horas. Y es que espero un paquete, uno muy importante y el intervalo hasta su llegada parece ser infinito.

Al principio la irregularidad de mi sueño no afectaba a mi vida diaria, pero empieza a hacerme mella: Me cuesta concentrarme en una tarea ordinaria durante más de quince minutos, sueño despierto, se me olvida lo que iba a hacer, las ojeras se me han marcado tanto que parezco enfermo. Nadie sabe qué me pasa, y eso que en el trabajo me lo preguntan insistentemente, pues afecta notoriamente a mi rendimiento. Pero no me lo sonsacarán, si les digo que espero un paquete, querrán saber que contiene para tenerme tan alterado y no quiero que nadie lo sepa. He decidido llevar este asunto en absoluto secreto, tanto porque soy una persona reservada en asuntos personales como porque me da vergüenza.

Y, cuando estaba a punto de cumplirse el mes desde el pedido, llamaron a mi puerta. Ese día estaba de “vacaciones”, pues había estado a punto de provocar un accidente moderadamente grave y mi superior directo me lo había dejado claro: O me tomaba unas vacaciones y descansaba un poco o me iba a la calle. Esa amenaza no podía llegar en mejor momento, pues estaba en el clímax de mi excitación; la empresa de entrega estimaba el periodo de entrega en aproximadamente un mes. Y aproximadamente un mes es lo que tardaron.

Por supuesto, se trataba del paquete. Era una gran caja de plástico de dos metros de alto y algo menos de un metro cuadrado de base. Recordaba vagamente a un urinario portátil. El repartidor mostraba una mirada de absoluta y total indiferencia, cumplía la entrega como cumpliría un mensajero cualquiera con un trabajo sin importancia. Seguramente se le habría instruido en tal actitud, pues el contenido del paquete aún resultaba algo polémico y querían evitar a toda costa incidentes y bochorno para sus compradores. Firmé sin leer lo que aquel hombre me puso delante, sin poder dejar de mirar el contenedor. Me ayudó a meterlo dentro de mi casa y lo dejamos en medio del salón. Aunque yo resoplaba un poco, él no parecía afectado en absoluto; me entregó una tarjeta con una clave y me dijo que era necesaria para la activación del producto. Me explicó que era por motivos de seguridad: Si alguien se apropiaba ilegalmente de alguna caja, no podría abrirla y por tanto, de poco le serviría. Aquel monólogo parecía gustarle, tanto daba lo que hubiera dentro, lo que a él le importaba era la cáscara que lo envolvía. Por último, me informó que debían decidir cuando volvían a por la caja, pues no estaba incluida en el producto, lo cual era comprensible, si de verdad resultaba inexpugnable. Me extrañó que no se esperara a que sacara lo que era mío y así poder llevárselo inmediatamente, pero no me incumbía, así que le cité para la semana siguiente. Después se despidió con tono neutro y salió de mi casa y de mi vida.

Permanecí un tiempo inmóvil, mirando aquella estructura de plástico (no sabía de qué polímero estaba hecho, pero era rugosa y fría al tacto) sin decidirme a abrirla. Finalmente, me armé de valor y empecé a rodearla inspeccionándola minuciosamente; no tardé mucho en encontrar varios cierres, que fui abriendo uno a uno. Cuando hube soltado todos, la estructura emitió un “plop” como si se hubiera perdido el hermetismo que la preservaba en perfecto estado. Agarré la tapa con todo el cuidado del que fui capaz y tiré de ella con suavidad; se deslizó suavemente fuera de su posición y dio un golpe sordo contra el suelo cuando las paredes ya no la sujetaban, pues calculé mal su peso. Me sorprendió no haber tenido que emplear la tarjeta para nada; segundos más tarde lo entendí, cuando descubrí que tras la puerta de plástico había otra, también de plástico, aunque este era liso al tacto y, por el ruido que hizo cuando le di un suave puntapié, considerablemente más resistente. A un lateral de la puerta había un pequeño teclado numérico, donde sin lugar a dudas debía introducir la clave. Era una clave únicamente numérica, aunque bastante larga; fui cuidadoso y no me equivoqué, pues cuando pulsé “OK” el ruido del mecanismo de desbloqueo retumbó por toda la sala.

La puerta acompañó a mi brazo sin esfuerzo cuando tiré de ella, dejando al descubierto el interior. Me quedé sin palabras. Había merecido la pena toda aquella insoportable espera, pues ahora “aquello” era mío y solo mío.

De pronto, entendí porque no se esperaba a llevarse la caja. Aquel primer momento era algo íntimo y muy personal, nadie debía verlo… Salvo los ojos que miraban desde dentro de la caja.

1 comentario:

  1. Se te da también bien el suspense, narrador. Ahora lo difícil será mantener la tensión-curiosidad por un poco más de tiempo, un difícil reto para tí. Esperaremos con impaciencia la próxima entrega.

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