domingo, 29 de enero de 2012

Viejas heridas

//La verdad es que estoy falto de ideas. Agradezco a Vanesa que me sugiriera el tema (aunque creo que esto no es lo que esperaba)//.

De nuevo, ha llegado el día. No lo han marcado en ningún calendario, pero ambos lo saben. Ella saca de un cajón una foto enmarcada y la coloca en la mesa del salón. Se sienta frente a ella y se queda absorta contemplándola. De vez en cuando, repite: “No puedo creer que haya pasado otro año…”. Él la ignora y sale a comprar el periódico. A la ida, llora calladamente, sin importarle las caras de sorpresa e incomodidad de sus vecinos. A la vuelta y con el periódico bajo el brazo, sin embargo, se muestra resuelto y firme, como si aquello no fuese con él.

Al volver a la casa, la mujer no se ha movido ni un ápice, como si el tiempo no hubiese transcurrido ni mínimamente desde su salida. Él va a la cocina y se prepara un café, pues sabe que hoy su mujer no pertenece a este mundo. Se sienta en el otro extremo de la mesa y empieza a leer meticulosamente cada uno de los artículos de los que se compone el periódico.
Y, sin más la mujer rompe en llanto. Es un llanto ahogado al principio, pero va creciendo en intensidad y acaba berreando sin consuelo. Él ni siquiera levanta la vista, pero el labio le tiembla levemente. La mujer coge la foto con suavidad y la abraza con fuerza, acunándola.

-Vuelve, vuelve- gimotea- ¿Por qué no vuelves?

El hombre, impasible, acaba de leer el periódico, lo dobla meticulosamente y se levanta.

-¿A dónde vas?- le pregunta ella con voz quebrada.

-Lejos de aquí- dice él con voz ronca- estoy harto de esto.

Ella le mira, horrorizada.

-¡¿Cómo puedes decir eso?!- chilla- ¡Era sangre de tu sangre!

El lanza el periódico al suelo, furioso. La mira con los ojos inyectados en sangre, rojos de tanto contener las lágrimas.

-¿Te crees que lo he olvidado?- masculla- No hay un solo día que no me acuerde de él. Pero no vas a conseguir que vuelva por mucho que mires esa foto. Solo estás consiguiendo malgastar tu maldita vida.

Ella se levanta también, con la foto firmemente agarrada.

-Míralo- susurra.

Él se da la vuelta, sin mirar la fotografía.

-Harías bien en tirar eso- sugiere- no te hace ningún bien.

Dicho esto, el hombre va con paso decidido al recibidor, se calza su chaqueta y sale.

-Me voy a por pan- gruñe.

La mujer se derrumba de nuevo en su silla y contempla por la ventana como su marido camina con paso resuelto hacia ninguna parte. Su calva brilla por el sol.

-Tenías un pelo tan bonito- murmura, mientras abraza la foto.

sábado, 21 de enero de 2012

Trabajo de investigación

//He tenido unos días de bloqueo, narrativamente hablando. Ya me había dado por vencido y estaba resignado a no publicar nada esta semana cuando me ha venido una idea. Esta historia es fruto de esa idea. Espero dejaros con un interrogante//.

Era finales de diciembre. Carlos pasaba las páginas del periódico, leyendo rápidamente los titulares y deteniéndose puntualmente para leer algunos párrafos sueltos de alguna noticia que le llamaba la atención, cuando llamaron firmemente a su puerta. Bajó el periódico, molesto: odiaba que golpearan la puerta de su despacho con fuerza, siempre le daba la impresión que la iban a echar abajo.

-Adelante- masculló.

Un hombre enorme entró a su despacho. Debía medir dos metros y era realmente fornido. Durante un segundo, temió que viniese a darle una paliza, pero sus facciones y su indumentaria no casaban con las de un matón.

-Buenas tardes- dijo con voz grave- ¿es usted el detective?

Carlos asintió mecánicamente mientras doblaba el periódico y lo metía en un cajón.

-Me gustaría contratar sus servicios- continuó- inmediatamente.

Aquello lo pilló con la guardia baja y su medida indiferencia desapareció.

-¿Inmediatamente?- repitió Carlos. Aquello sonaba emocionante.

-Así es- confirmó el hombre- quiero que siga a mi mujer durante su paseo. Lo haría yo mismo, pero llamo demasiado la atención.

Suspiró, algo decepcionado y volvió a relajarse. Un caso como otro cualquiera, nada especial. El cambio de actitud de Carlos no pasó desapercibido para el hombre, que frunció el ceño.

-¿No le interesa?- inquirió.

-Sí, sí- se apresuró a decir Carlos- seguiré a su mujer y veré si le está siendo infiel o lo que sea.

-No estoy preocupado por eso- replicó el hombre- Verá, hace un par de semanas que empezó a salir a pasear. Nunca lo había hecho ni había dado muestras de querer hacerlo. Tampoco me ha pedido que la acompañe y no me ha dado ninguna explicación, aunque yo tampoco se la he pedido.

Carlos asintió y realizó algunas anotaciones menores en un pequeño bloc que llevaba siempre encima.

-¿Cuándo saldrá a pasear?- preguntó.

-Dentro de media hora- respondió el hombre, mientras le daba un mapa con un punto marcado- quiero que marque el recorrido que haga en este mapa. Tal vez pase cerca de lugares que para usted no signifiquen nada, pero para mí sí.

Carlos asintió, complacido por la enorme iniciativa que estaba demostrando el hombre, lo que facilitaba bastante su trabajo. Le entregó una foto en la que aparecían él y su mujer. No era muy bonita y a su lado parecía una niña, pero poco importaba.

-Volveré aquí en cuanto su mujer acabe el paseo- dijo- ¿volverá a venir o prefiere esperarme?

-Esperaré- respondió el hombre- si no le importa.

Carlos respondió que no le importaba, se puso una gruesa cazadora y salió a la calle. Hacía frío, pero al parecer no lo suficiente para disuadir a la gente de salir a la calle para realizar sus apresuradas compras navideñas. La marea de gente le serviría de escondite, aunque debía andarse con ojo de no perder su objetivo de vista.

No tardó ni veinte minutos en llegar a su destino, un bloque de apartamentos como otro cualquiera. Consultó su reloj, tendría que esperar un poco. Se sentó en un banco que daba aspecto de recién pintado en la acerca contraria y esperó. No apartó la vista de la puerta de los apartamentos ni un instante, expectante. Nadie le habló ni reparó en él. Y, algo antes de la hora prevista, la mujer salió del edificio, protegida por un gorro de lana y un anorak rojo. Sin esperar ni un segundo, echó a andar con paso ligero. Carlos se levantó del banco sin prisa y comenzó a seguirla. No resultaba muy difícil distinguirla gracias al anorak, cosa que agradecía.

Al llegar a la esquina de la manzana, la mujer giró a la derecha y Carlos la perdió de vista durante unos segundos, pero pronto volvió a localizarla. Pasó lo mismo en la esquina de la siguiente calle, otra vez giró a la derecha y el detective la dejó de ver. Trotó un poco, pues temía que se esfumara sin motivo alguno, pero al doblar la esquina allí estaba ella, con su anorak rojo. En la siguiente esquina, dobló a la izquierda y siguió su camino como si tal cosa. Carlos miró hacia la derecha y pudo ver el bloque de apartamentos. Frunció el ceño, habían dado una vuelta tonta. Trazó su recorrido actual en el mapa: una “C” que podía haber sido cómodamente una “I” si la mujer hubiese seguido recta. Guardó el mapa, contrariado. Se fijó en una enorme pancarta que abarcaba varios metros de balcones en un bloque de apartamentos: “Feliz fin de vuelta al Sol”. Sonrió y se preguntó a quien se le habría ocurrido la idea. Cayó de pronto en la cuenta que se había despistado, pero tras unos segundos de pánico, distinguió el anorak rojo no muy lejos de él. Suspiró aliviado y se hizo prometer a si mismo máxima concentración.

Durante un buen rato, siguieron recto. La mujer no se paraba a contemplar ningún escaparate ni entraba en ninguna tienda a comprar nada. Solo andaba con paso decidido. Llegaron a una rotonda. La mujer la rodeó de izquierda a derecha y siguió su recorrido por la calle paralela a por la que había entrado. Carlos frunció el ceño. No era necesario emplear el camino más eficiente, al fin y al cabo era un paseo, pero, ¿por qué bordear la rotonda por el exterior, en vez de cruzar a la calle paralela por una de las muchas calles secundarias que había superado? Sacudió la cabeza y completó un trozo más del recorrido en el mapa.

Ahora parecían desandar lo andado, pues permanecieron por la calle paralela, andando sin detenerse ni desviarse. Carlos había optado por no buscar significado al itinerario y limitarse a cumplir lo que le habían encomendado: seguirla. Descendieron durante un buen trecho, hasta que pudieron volver a ver de nuevo la pancarta de “Feliz fin de vuelta al Sol”. Entonces giró a la izquierda. Carlos se detuvo un segundo y trazó la línea pertinente, para segundos después reanudar la marcha. Horrorizado comprobó que la había perdido de vista. Avanzó mirando en todas direcciones, pero ni rastro. Corrió hacia donde ella debía haberse dirigido, y llegó a un cruce. Podía seguir recto, ir a izquierda o derecha o desandar lo andado. Le pareció ver fugazmente algo rojo desapareciendo por la derecha, por lo que corrió hacia allí. De nuevo, llegó a un cruce: Ahora se le presentaban izquierda y derecha. Casi gritó de euforia al descubrir al anorak rojo caminando por la calle derecha. Carlos jadeaba un poco, pero continuó el seguimiento, ahora más atento que nunca. Se dio cuenta de que se encontraba en la misma calle de la que había partido y que iban en dirección a la casa.

Efectivamente, la mujer continuó recta hasta llegar a su casa. Se quedó parada frente al portal, se dio la vuelta y pareció buscar algo. Sonrió, o por lo menos eso lo pareció a Carlos, antes de desaparecer tras la puerta.
Carlos se dejó caer pesadamente en el mismo banco con aspecto de recién pintado en el que no hacía tanto había esperado. Sacó de nuevo el mapa y completó el recorrido. Durante un segundo, no vio nada. Pero de golpe, lo vio. Abrió mucho los ojos, sorprendido. Guardó el mapa en un bolsillo y consultó su reloj digital.

Se rió.

Caso resuelto.

viernes, 13 de enero de 2012

Cables

Hoy es el día. Por fin, después de tanto tiempo, ha llegado el momento de entrar en acción. Reviso con ojos nerviosos los papeles, mapas y fotografías que he colgado por todas las paredes, en busca de algo que se me haya pasado por alto, pero he sido concienzudo. Respiro hondo para relajarme y comienzo a vestirme. Primero una camisa fina y un pantalón de tela, prendas que abultan poco. Sobre estas, una camisa oscura y un pantalón de uniforme del mismo color. Para acabar, una chaqueta de uniforme de guardia de seguridad, con un bolsillo especial cosido en una zona concreta de la espalda, hecho de tal forma que apenas se advierte su presencia y menos si no se la busca. En ese bolsillo hay un explosivo. No es de una potencia devastadora, pero tiene la suficiente para mis propósitos: me propongo volar el Olympus, una torre que se construyó hace poco y que se ha vuelto bastante famosa, debido quizás a que su función es meramente decorativa.

No tengo ningún motivo en concreto para ello: ni estoy descontento con el sistema, ni se ha cometido ninguna injusticia en la que me haya visto involucrado ni pertenezco a un grupo radical. Simplemente un día me levanté, miré por la venta y lo vi a los lejos. Y pensé que el paisaje sería mejor si no estuviese, así de simple. En ese preciso instante decidí que la haría desaparecer yo mismo. Fue una especie de reto y aún me asombra todo el trabajo que he tenido que hacer para llegar a este punto únicamente porque una mañana miré por la ventana. Pero así ha sido y ahora está todo dispuesto. He conseguido el uniforme, tengo el explosivo, conozco la posición del pilar maestro, donde causaré suficiente daño estructural para desmoronar la torre y sé por dónde acceder a los cimientos sin ser descubierto.

Me pongo una gabardina para que no resulte llamativa mi indumentaria hasta llegar al Olympus, cojo mi bicicleta y me pongo en camino. Estoy nervioso, pero sobretodo emocionado. Dentro de poco habré demostrado que un individuo no tiene por qué estar relegado a hacer cosas pequeñas. Demostraré que las decisiones de cada uno son relevantes y que no hay que rendirse. Por supuesto, habrá gente que no lo entienda, pero no lo hago para crear conciencia social, lo hago para mí mismo.
El Olympus se alza ahora imponente ante mí. Dejo la bicicleta candada a una señal de tráfico y la gabardina sobre esta. Asumo que cuando vuelva no va a estar; de todos modos nunca me había gustado mucho. Avanzo con paso resuelto hacia la torre, ahora camuflado como guarda, pero no voy hacia la entrada principal, sino hacia una entrada de personal. Por supuesto, dispongo de una copia de la llave, por lo que entro sin problemas. En mi mente se dibuja el plano del edificio nítidamente: he dedicado muchas horas a repasar mi itinerario desde esa puerta hasta el pilar maestro. Me cruzo con la mujer de la limpieza, que ni me mira. Complacido, voy comprobando que cada giro y cada escalera está en su sitio. Dentro de poco, me encontraré en las entrañas de la torre.

Me cruzo esta vez con otro guarda, que bebe sin prisa un café humeante apoyado en la pared. Le dedico un leve saludo y me lo devuelve con una inclinación de cabeza. Llego a las últimas escaleras que debo descender. Horrorizado, compruebo que al final de ellas hay una puerta que según mis datos no debería estar. Desciendo apresuradamente y giro la manivela. Con alivio compruebo que se abre, dándome acceso al corazón de Olympus. Camino sin prisa, pues no la hay. Dos guardas más fuman y charlan animadamente en un salita acristalada y no reparan en mí. Doblo una esquina y quedo fuera de su vista.

Finalmente, ante mí se alza la columna maestra, robusta y enorme. Por un segundo, temo que mi explosivo no sea suficientemente potente, pero sacudo la cabeza y descarto la idea: la potencia sería suficiente, ya me había asegurado de eso tiempo atrás. Me froto la manos, dispuesto a ponerme manos a la obra.

Y, de pronto, la veo. Está ahí, a medio metro del suelo, pegada a la columna con cinta aislante. Una bomba. Me invade el pánico.

-¡Una bomba!- grito sin pensar- ¡Una bomba!

Oigo ruidos y pasados unos segundos llegan los dos guardas de la salita a la carrera.

-Joder- masculla uno- mierda.

El otro traga saliva y saca su walkie-talkie.

-Hay una bomba aquí abajo- informa- llamad a quien sea, pero que venga rápido ¡Y evacuad el edificio!

-No va a dar tiempo- digo, al fijarme que la bomba dispone de cuenta atrás y apenas resta un minuto para la explosión.

Uno de los guardas sale corriendo y el otro me agarra del brazo y tira de mí.

-¡Vámonos!-me grita.

-No hay donde ir- murmullo- la torre se vendrá abajo.

El guarda me suelta y mira la bomba, desesperado.

-¿No se puede desactivar?- sugiere-¿No sabes desactivar esto?

Vacilo un poco, pero me armo de valor y me planto frente al explosivo. Empleo las llaves de la bici para hacer palanca y la tapa salta sin problemas, mostrando un entramado de cables de diversos colores. El guarda se frota las manos y respira agitadamente, pero yo permanezco en calma: el circuito es similar al mío, por lo que debería ser capaz de cortarlo.

-Dios mío, vamos a morir- solloza el guarda- ¡Vamos a morir!

Con extremo cuidado, separo un cable y lo arranco. La pantalla que mostraba el tiempo restante se apaga y respiro aliviado.

-¿La has desactivado?

Asiento satisfecho y dejo caer el cable al suelo.

-Estamos a salvo- murmuro.

El hombre ríe histéricamente y me abraza. Le doy unas palmadas en la espalda. Estoy molesto. Muy molesto, a decir verdad. Puede parecer extraño, pues acabo de demostrar que una persona puede marcar la diferencia, que es lo que había venido a hacer. Seré recordado. Incluso puede que cree conciencia social sobre el valor de las acciones individuales. Pero no será gracias a todo el esfuerzo invertido, sino más bien a la simple casualidad, a estar en el sitio oportuno en el momento oportuno. Es decir, simple azar.

-Me has salvado la vida- dice el guarda- muchísimas gracias.

Sonrío agriamente.

-Ha sido suerte.

jueves, 5 de enero de 2012

Muerte

El aire estaba viciado y hacía demasiado calor. Parecía que flotara en el ambiente una toxina que lentamente fuera consumiendo las fuerzas de todos. Incluso para tratarse de un funeral, resultaba deprimente. No me sentía especialmente triste, más bien melancólico y, como ya he dicho, carente de fuerzas. A mí alrededor, todos se desplazaban arrastrando los pies y se daban el pésame con caras descompuestas o simplemente inexpresivas. No estaba de humor para todo aquello, así que me mantenía en un rincón, alejado, y procuraba no mirar a nadie a los ojos.

A mi mente llegaban sin cesar imágenes de un pasado no tan lejano, en los Rebeca y yo invertíamos nuestras vidas en aquello que puntualmente más nos complacía. Una parte de mí me ordenaba que abriese los ojos y recordara también los malos momentos, el sufrimiento causado y recibido, la ira… Pero no era momento para eso. Siempre había considerado que era una hipocresía resaltar los puntos positivos de alguien y sobretodo omitir los negativos cuando ya no está, pero me sentía incapaz de sentir resentimiento contra Rebeca. Ella únicamente había dado luz a mi vida. Solo podía sentir odio y resentimiento contra mí mismo: aquellas palabras que podría haber dicho y no dije, otras que dije y habría sido mejor callarlas; un desfile lúgubre con algunos de mis más sonados errores me hacían apretar los puños y me empañaban los ojos.

Había tenido suficiente. Sacudí la cabeza y sequé las lágrimas que aún no había llegado a brotar, dispuesto a abandonar aquel lugar y no volver jamás. Eché sin querer un rápido vistazo al cadáver. La culpabilidad me azotó con fuerza; apreté el paso. Esquivé torpemente a una mujer ya mayor con los ojos hinchados de pena. No pude evitarlo y nuestras miradas se cruzaron.

-La acompaño en el sentimiento- murmuré con un hilo de voz.

La mujer asintió con gravedad, sin dejar de mirarme.

-¿Conocía usted a mi hija? –preguntó con voz quebrada.

Ah. Así que era su madre… De nuevo, la culpabilidad me azotó con saña. No podía mentirle.

-No- admití- no la conocía.

La mujer me miró con extrañeza. Creo que no sabía si sentir o no enfado, estaba demasiado confusa.

-¿Entonces que hace aquí?- preguntó.

Desvié la mirada y me ajusté las mangas del traje, incómodo.

-Valorar lo que tengo- dije mientras la sobrepasaba y salía del lugar.

No pude ver su reacción. Era mejor así, estaba seguro que, fuese la mirada que fuese, me iba a quitar el sueño. Saqué mi teléfono móvil y tras una breve manipulación, empezó a llamar. Tras unos pocos segundos, se estableció la línea.

-¿Hola?- dijo alguien.

-¿Rebeca? –dije yo.

-Ah, Miguel- dijo dubitativa.

Ambos permanecimos callados, las palabras se nos amontonaban en la cabeza, pero necesitábamos un detonante.

-¿Estás mejor?- me preguntó finalmente- No quiero perderte.

-Sí, estoy mejor- confirmé.

-¿Algún día me podrás contar a dónde vas para desahogarte? –me preguntó con cautela.

No, la respuesta era no.

-Tal vez algún día- mentí.

Me sentía incapaz de confesarlo. Al fin y al cabo, yo era un parásito, un carroñero.

Y es que mi amor se nutría de muerte y corazones rotos. Y los ojos de aquellas madres me lo recordaban.

//Para que quede claro, no es un relato que trate sobre mí. Lo digo para evitar confusiones.//

domingo, 1 de enero de 2012

Tiempo perdido

//Perdón por la tardanza. De nuevo, hay que darle a "leer más"//.

Llevamos ya mucho tiempo en este barco.

Yo, entre otros infelices, me enrolé en un navío, con la esperanza de escapar de un futuro poco halagüeño en mi tierra y en busca de aventura y el motivo de mi existencia. No sabía nada de barcos, pero supuse que aprendería sobre la marcha lo que hiciese falta.

El comandante de la nave, un tal Helter, se mostró implacable desde el primer momento: mandó azotar al primero que le replicó hasta que suplicó piedad. Al parecer, había sufrido con su anterior tripulación un motín, del que únicamente había salido vivo por capricho de sus subalternos, que habían decidido dejarle a su suerte en un bote previamente decorado con toda la inmundicia disponible en el barco. Esta vez se había cuidado de contratar a su propia escolta, dos gigantescos mercenarios que no dudaban en partir algún hueso cuando recibían una mirada levemente hostil y que recibirían el salario acordado una vez finalizada la travesía. Así que cuando pasaba Helter y sus perros, todos nos encogíamos y rogábamos por parecer eficientes.