miércoles, 30 de noviembre de 2011

Rituales

//Tercera parte de "Excursión". Continuación de "Influencia social"//.

María miró la habitación en la que acababa de entrar, sin comprender: un ordenador descansaba sobre una mesa artesanal, junto a una radio en perfecto estado y un teléfono móvil algo desfasado. Una de las paredes estaba cubierta por una enorme estantería, también artesanal, que no contenía demasiados libros; transmitía sensación de vacío. El resto de la sala estaba llena de estatuillas de madera y de más fruslerías, seguramente ofrendas del pueblo a…

-Me llamo Raquel- dijo la hechicera, que estaba sentada sobre un cojín frente a una montaña de piezas metálicas y, algo separada, una resistencia de las que pueden encontrarse dentro de las estufas.

… a Raquel. Lo cierto es que se había dejado llevar, se sentía desvalida y finalmente había cedido ante aquel hombre, cosa que no habría hecho en una situación normal. Por eso, no había pensado detenidamente en que iba a suceder, ni siquiera se lo había planteado. Pero ver a aquella mujer, Raquel, apenas una década mayor que ella, trasteando con resistencias en mitad del bosque la dejaba completamente descolocada.

-Eh…- fue lo único que pudo decir. Frunció el ceño, no le gustaba quedarse sin habla.

Raquel sonrió y se levantó del suelo perezosamente. María se fijó en que iba vestida únicamente con un ligero camisón; no vio más ropa por la estancia, aunque divisó una puerta diferente de la que ella había empleado para entrar. La mujer le tendió la mano y María se la estrechó automáticamente.

-¿Cómo te llamas?- preguntó amistosamente. Parecía una mujer alegre y muy abierta.

-Uhm… María- dijo ella, aún vacilante.

La otra sonrió, tal vez la situación le pareciera divertida, o tal vez era parte de su carácter.

-No entiendes nada, ¿eh?- comentó- igual hasta has pasado miedo.

María se sonrojó y bajó la vista: nunca se le había dado bien responder ante afirmaciones tan directas. Raquel le hizo un gesto para que esperara y se puso a buscar algo entre la multitud de ofrendas, sin tocarlas mucho, hasta que encontró una especie de almohada con aspecto de nube.

-No tengo ni idea de qué está hecho esto- comentó- pero la verdad es que es muy original.

Le dio un par de golpes para quitarle el polvo y se lo tendió a María mientras avanzaba hacia ella.

-Me da un poco de pena usarlo de cojín, pero no te puedo ofrecer nada mejor- lamentó.

-Eh, prefiero estar de pie- contestó María, pues la confusión la obligaba a no relajarse.

Raquel abrió la boca, pero no dijo nada, se encogió de hombros y se sentó sobre su cojín, manteniendo la almohada-nube en su regazo.

-¿Cómo has llegado aquí?-preguntó la hechicera- no es un lugar muy concurrido que digamos.

María cambió el peso de pierna y cerró los ojos. Inspiró por la nariz todo lo lento que pudo hasta que no pudo más y lo soltó igual de despacio, pero por la boca. Raquel no interrumpió en ningún momento; permaneció callada, mirándola. Gracias a esto tuvo tiempo de organizar sus ideas y rememorar lo que había pasado. En realidad, la historia era bastante corta.

-He venido de excursión al bosque- empezó- y me he encontrado con el hombre que está ahora vigilando la puerta. Me ha dicho que soy una hechicera y que tenía que venir al pueblo, que era un motivo de fuerza mayor y por tanto si era necesario me obligaría. Así que no he tenido más remedio.

-Qué curioso- murmuró la otra, que no parecía demasiado sorprendida- ¿pasó algo antes de que te llamara hechicera?

-Sí- contestó María- saqué mi GPS de la mochila y empecé a usarlo.

Sin necesidad de decir nada, María sacó el GPS y se lo mostró a Raquel. Esta lo miró con sorpresa y tendió una mano para que se lo dejara. María dudó, pero finalmente se lo entregó. La otra mujer examinó el aparato con curiosidad, aunque no lo activó en ningún momento, solo observaba las conexiones que podía tener y buscó como quitar la carcasa, aunque cuando vio el nerviosismo de María se detuvo y se lo devolvió.

-Nunca había visto uno- admitió Raquel- ¿para qué sirve?

-Es como un mapa- explicó María- que te dice exactamente tu posición en cada momento vía satélite.

Raquel abrió mucho los ojos y se levantó de un salto, sin dejar de mirar el ingenio.

-¿Funciona dentro del bosque?- preguntó apremiante.

La visible excitación de Raquel hizo retroceder a María, pero asintió.

-Aunque no en todo el bosque- puntualizó- solo en las zonas en las que el follaje es escaso.

Raquel se acercó a ella ágilmente; María no pudo evitarla, en un par de segundos la tuvo a un palmo.

-Enséñame como funciona- le rogó.

María encendió el artilugio, que empezó a cargar: al cabo de unos segundos, se formó un mapa, en el que se veía una enorme zona verde correspondiente al bosque y un pequeño punto amarillo que latía, representando su posición. Raquel observó el mapa con ojo experto y frunció el ceño.

-Según esto, no tardaría ni un día en salir del bosque- masculló- ¿es eso correcto?

María asintió, tensa.

-Yo he entrado en el bosque esta mañana- comentó.

-Pensaba que era mucho más grande- murmuró más para sí misma que para ella- si lo hubiera sabido…

Raquel extendió la mano para coger el aparato, pero María se apartó rápidamente y quedó fuera de su alcance. La otra respondió dando un paso hacia ella y María retrocedió con ella.

-Está bien- dijo Raquel, con una sonrisa forzada- está bien.

Con paso cansado, volvió hasta su cojín y se dejó caer en él. Se puso a buscar entre la montaña de piezas, comparando ocasionalmente alguna con la resistencia.

Durante algo más de un tenso minuto, Raquel pareció olvidarse de la existencia de la otra, pero seguía allí:

-¿Quién eres? ¿Qué hace esta gente aquí? ¿Por qué te llaman hechicera? ¿Por qué tanto interés en mi GPS?- preguntó María.

Raquel levantó la vista, su sonrisa habitual había vuelto, aunque aún tenía un poco de la tensión de antes y algo de ternura.

-Con tantas emociones había olvidado que acabas de llegar…

Agarró la almohada-nube, que estaba justo a su lado y se la pasó. María la atrapó en el aire, era muy blanda, aunque había pequeños bultos algo más duros en el interior.

-Siéntate- le aconsejó- los cuentos hay que escucharlos con comodidad.


//Y no, aún no acabo//

martes, 22 de noviembre de 2011

Influencia social

//segunda entrega de "Excursión"//


María retrocedió instintivamente, demasiadas historias, demasiadas películas y noticias como para no sentir cierto temor por aquel desconocido, aparecido de la nada en el corazón del bosque impenetrable. Estaba segura de poder escapar de él si se daba el caso, aunque probablemente tendría que desprenderse de su mochila y todo su valioso contenido.

-¿Quién eres?- preguntó el hombre. Su tono fue grave, inquisitivo, como el que encuentra a alguien inmóvil frente a su casa y no conoce que intenciones puede tener.

-Soy excursionista- se apresuró a explicar María- no soy de por aquí, ¿es este su terreno? Si es así, discúlpeme, me marcharé enseguida.

El hombre entrecerró los ojos, desconfiado. No llevaba ningún arma ni nada que pudiera emplear como tal, pero María tuvo miedo de que tratara de agredirla. A pesar de darse largas caminatas, no era una persona muy atlética, por lo que perdería irremediablemente si se abalanzaban sobre ella.

-Sí, estas tierras son muestras- dijo. Tenía un acento extraño que no había oído nunca, pero sonaba a interior, a pueblo perdido y olvidado por el resto del mundo.

-¿Me puede indicar el camino a la ciudad?- preguntó María- se lo agradecería mucho.

El hombre se encogió de hombros ambiguamente: tanto podía ser que no conocía el camino como que no quería decirlo.

María suspiró y sacó de su mochila el GPS; con suerte funcionaría y podría encontrar la dirección a tomar. Al ver el aparato, el hombre dio un grito de sorpresa y se arrodilló ante ella, con la cabeza firmemente apoyada contra el suelo.

-Perdóneme, hechicera- sollozó el hombre- no sabía que se trataba de uno de los suyos.

María se quedó paralizada ante el cuerpo postrado ante ella, sin saber qué hacer. Su primer impulso fue huir, pues por la ropa y el comportamiento de aquel hombre, cada vez estaba más convencida de que se trataba de un desequilibrado.

-Oiga, se equivoca de persona- contestó María cautelosamente- no sé por quien me ha tomado, pero está claro que no soy yo.

El aludido levantó la cabeza, desesperado.

-¡No! ¡Usted es hechicera!- gritó- ¡Porta un Instrumento!

María siguió los ojos del hombre: miraban el GPS. Lentamente, volvió a meterlo dentro de su mochila, pues su visión parecía perturbarlo. En cuanto desapareció de la vista, volvió a levantarse y se sacudió el polvo de las rodillas y la frente.

-Tiene que acompañarme a la aldea- sentenció- tiene que leer El Libro, entonces lo entenderá todo.

María lanzó un rápido vistazo a su alrededor. Las posibilidades de encontrar la salida del bosque sin la mochila era muy escasas.

-Mira, tengo que volver a mi casa- trató de excusarse- no quisiera ofenderle ni molestarle, pero no puedo ir.

El hombre dio un paso indeciso hacia ella, pero luego retrocedió rápidamente.

-Por favor, acompáñeme- suplicó- mi pueblo la necesita.

La súplica parecía sincera y la probabilidad de volver al sendero antes de que se ocultase el sol se iba reduciendo conforme pasaba el tiempo.

-En serio que lo lamento- repitió María- pero yo no soy hechicera, me debe haber confundido.

Esta vez, el hombre avanzó sin dudar hacia ella; María gritó y retrocedió ágilmente hasta que el hombre se detuvo, consternado.

-No entiende la importancia de que venga al pueblo- gimió el hombre- sin una hechicera, pereceremos.

María adivinó la desesperación en los ojos de su interlocutor, un miedo real a algo que, según parecía, ella (o alguien parecido a ella) podían solucionar.

-Si no viene, la obligaré a venir- amenazó.

Sintió ganas de llorar y de irse a su casa, esconderse bajo su gruesa colcha y fingir que nada había pasado.

-Solo quiero irme a casa- suplicó ella- por favor, déjeme ir.

El hombre se frotó las sienes, vacilante.

-Lo lamento mucho, joven- se disculpó- pero es cuestión de vida o muerte. Por favor, acompáñame.

María respiró hondo, tratando de calmar la ansiedad. El hombre no dijo nada durante el desesperado ritual; no había prisa, la decisión ya estaba tomada.

-Está bien, iré- dijo con voz temblorosa- pero si está engañándome y me pasa algo, recaerá sobre su conciencia.

El hombre no contestó, permaneció inmóvil, mirándola.

-¿Lo entiende?- insistió María- estoy confiando en su buena voluntad. ¿Qué clase de mundo sería este en que las buenas intenciones se recompensan con desgracias?

El hombre desvió la mirada, como un niño pequeño que recibe una regañina.

-Le prometo que no le pasará nada malo- sentenció- pero por favor, acompáñeme.

María asintió, se descolgó la mochila y de uno de los múltiples compartimentos sacó un cuchillo, que solía emplear para pelar las naranjas; no era gran cosa, pero peor es nada. Lo ocultó en el bolsillo de la chaqueta, lo bastante amplia para dicho fin.

El hombre le mostró una leve sonrisa de agradecimiento y se puso en marcha; ella le siguió sin decir nada. Al principio, el “guía” se giraba para comprobar que aún le seguía, pero tras un par de minutos dejó de hacerlo.

El trayecto duró algo menos de una hora; llegaron a un pequeño pueblo compuesto por filas de cabañas, rodeado de espesura; una pequeña isla en un mar de árboles. Una construcción destacaba sobre las demás, tanto por su tamaño y estilo de construcción como por el estado de conservación: mientras que el resto estaban hechas únicamente de madera y barro, esta tenía una base de piedra, que le confería el aspecto de una mansión entre pequeñas casas. El hombre fue directo a ella, ignorando a las personas que fueron saliendo de las casas conforme avanzaban, alarmados o curiosos. Aunque hubo muchos murmullos, nadie se dirigió a ellos ni les cortó el paso, llegaron a la puerta del edificio grande sin problemas.

-Solo los hechiceros pueden entrar en el templo- dijo mientras se apartaba y le indicaba a María que entrara.

María le miró fijamente, pero el hombre le mantuvo la mirada firmemente.

-Solos los hechiceros pueden pasar- repitió- así ha sido siempre.

La puerta se abrió sin dificultades cuando la empujó, se notaba que se prestaba gran cuidado a los aspectos del templo a los que los habitantes tenían acceso, pues era un signo de respeto. Tras dicha puerta, se encontraba una pequeña antesala, para evitar que algún curioso pudiese ver el interior del sagrado templo “por accidente”. Una segunda puerta, ésta mucho más modesta, bloqueaba su paso. Sin poder evitar sentir una creciente curiosidad, María atravesó la puerta.

-¿Pero qué…?- dijo ella.

-Oh, otra hechicera- fue la respuesta- pasa, pasa y ponte cómoda. Ya verás que bien te lo vas a pasar aquí.

//Al final no serán dos partes, serán más. Espero que no os importe//.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Excursión

//Siento haberme retrasado. Serán dos entregas, más por las circunstancias que por voluntad propia/.


El sendero acababa y daba paso a la espesura, a la naturaleza, a lo desconocido. Es lo que María buscaba. Ya lo había hecho muchas otras veces en muchos otros lugares, adentrarse en un mundo nuevo y explorarlo, teniendo siempre cuidado en no perder la orientación, pues el retorno es importante. Hasta ese momento, había seguido un camino que otros había marcado antes que ella, pero estaba a punto de desmarcarse y, aunque no era seguro, emprender un camino que nadie antes había realizado. Sacó su libreta y apuntó escrupulosamente, con ayuda de su GPS y una brújula de la que no acababa de querer desprenderse, los datos pertinentes, que tal vez la sacaran de un apuro.

Una vez tomadas las medidas de rigor, respiró hondo y se zambulló en terreno salvaje. El ruido de las hojas y ramas al quebrarse bajo sus pies no era muy distinto del generado en el camino, más frecuente, desde luego, pero el mismo sonido al fin y al cabo. Contempló troncos de árboles, arbustos más o menos espinosos y cantidad de matojos y hierbas. Una ardilla la sobresaltó en su veloz huida y los saltamontes aparecían y desaparecían a cada paso que daba. El olor a húmedo se le metió en la nariz. Hacía frío, pero su vestimenta era lo bastante gruesa para que esto no supusiera un problema, por lo menos mientras hiciese sol: tenía que procurar que la puesta de sol la cogiese ya en el sendero, porque la oscuridad no es buena compañera de la orientación y no quería arriesgarse a perderse, ya le había pasado un par de veces, y dormir a la intemperie apenas con un saco y una manta en medio de ninguna parte no resulta agradable.

Pasada media hora en la que el paisaje no evolucionó apenas, María decidió hacer un alto para comer. No sabía qué hora era, pero no la necesitaba saber: tenía hambre, por tanto comía. No había nada más simple. Sacó de su mochila una manzana envuelta en un papel que comió sin prisa, pues no la había. Tiró el corazón de la fruta al suelo, algún animal se lo agradecería.

Reanudó su camino poco después. El bosque empezó a volverse más y más denso, hasta tal punto que empezó a complicarse el avance. Las copas de los árboles ocultaban casi por completo el sol, por lo que María tuvo que sacar una linterna para no tropezar con las raíces de los árboles. Esta situación no se prolongó mucho y pronto la vegetación desapareció casi por completo, como si aquella fracción de bosque que acababa de atravesar fuera una especie de muralla natural que separase el corazón del bosque del exterior.

María se quedó contemplando la vegetación de aquella zona largo rato, apenas sin moverse, era visualmente agradable, filtraba la luz sin que llegase a resultar molesto. Era un lugar perfecto para hacer picnic.

-¿Pero qué…?-oyó a sus espaldas.

María se giró, sobresaltada. Delante suya, un hombre mayor con una larga barba canosa y unas ropas que evocaban la palabra “silvestre” se las mirase por donde se las mirase, le miraba atónito.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Volumen de control

La vida en Aquí Mismo es predecible y tranquila. Todo el mundo se conoce y sabe que se debe esperar de cada cual. Están los hermanos Coronas (hermano y hermana, para ser precisos), nunca de acuerdo cuando discuten entre ellos y siempre cuando lo hacen con otros. Está Eva, que se encarga de cuidar al ganado y su marido Mario, que se encarga de la distribución de las materias obtenidas. Está Eduardo, el agricultor, que comparte casa con Alfonso y Manuel, sus ayudantes, con todas las bromas que eso conlleva. También está Isabel, una anciana que no se dedica a nada, pero que posee dinero suficiente para poder permitírselo. Sin olvidar a Marcos, sin trabajo fijo, pero capaz de hacer cualquier chapuza y en general encargado de traer el agua del pozo y distribuirla. La única conexión con el mundo, Marisa, es la comerciante; tiene la única tienda del lugar y cada mes va a la gran ciudad a conseguir productos nuevos, en los que el pueblo se gasta el dinero que les paga la anciana por sus productos y servicios. Están también Marta y Carolina, amigas totalmente inseparables, tanto que rechazan constantemente a todos sus pretendientes, pues no desean dejar a la otra sola. Ah, y el viejo Lucas, que duerme en una improvisada caseta y que siempre acaba como mediador, juez y jurado en todas las disputas, pues al parecer todo lo sabe… o eso hace creer, por lo menos. Y por supuesto los “forasteros”, Rubén y Julia, que llegaron hace apenas quince años de algún lugar vago e impreciso para quedarse, al parecer, para siempre, cuando descubrieron que no había restaurante, cafetería o bar alguno. Por lo menos hasta que llegaron.

La vida es predecible y tranquila, sí, pero no por ello es fácil. Todos trabajan duro (unos más que otros, eso sí) para poder vivir. Todos saben que Julia se va renegando a casa de Marta y Carolina, es para poner a caldo a Rubén, que va a ver a los agricultores para hacer lo propio. Todos saben que cuando Marisa arranca su furgoneta el primer día de mes, volverá pasados dos, sin falta. Todos saben que por muchas veces que Enrique Coronas le proponga una cita a Carolina, esta siempre le rechazará con una risita. Todos saben que el día catorce Isabel va a comer al bar-cafetería-restaurante “Aquí Mismo”, que pide una sopa de verduras y un poco de pollo y que deja generosas propinas. Y cuando suena una maldición a todo volumen, todos saben que es Mario, al que se le han vuelto a caer los tomates por negarse a hacer varios viajes.

Hasta que un día, sin más, Isabel murió. No fue culpa de nadie, simplemente le llegó la hora. Con Isabel muerta, ya no obtuvo el “Aquí Mismo” dinero, solo trueques de alimentos y utensilios a cambio de comidas. Al no ingresar dinero, no pudo comprar especias y cacharros a Marisa. Tampoco el resto pudo comprarle nada, pues entre ellos todos practicaban el trueque. Entre lágrimas, Marisa tuvo que despedirse del pueblo, pues su negocio quebró. Sin el aliciente de novedades, el pueblo murió un poco, pero logró aguantar. Se convirtió en un lugar triste, en el que todos se limitaban a sobrevivir. La convivencia se empezó a volver difícil. Tras una acalorada pelea, Carolina mandó al cuerno a Marta y aceptó finalmente la propuesta de Enrique. La unión fue acogida con entusiasmo, pues era una novedad. Casi todos colaboraron en la construcción de una casa bastante modesta, a la que se fue a vivir Celia (Coronas), aliviada de poder quitarse de en medio, pues ya se veía como sobrante en una casa que había dejado de ser suya. No mucho después, la soledad de Marta se le hizo insoportable y empezó una relación con Manuel, con el que no demasiado después acabó viviendo (en la casa de ella, por descontado).

De estas uniones nacieron vástagos. Si Isabel no hubiese muerto, Marisa no se habría ido, la discusión entre Marta y Carolina no se habría producido y no se hubiesen separado. En consecuencia, no hubiera habido uniones ni vástagos. Por lo menos no en Aquí Mismo.

Lo que es seguro es que el día catorce ya nadie pide sopa de verduras y un poco de pollo.

Suerte para dicho pollo, ¿no?

//Posiblemente alguno no haya entendido el título. Un volumen de control es un espacio que tu delimitas y sobre el cual trabajas, sin considerar lo que pase en el exterior, siempre y cuando no afecte a lo que pasa dentro. Básicamente, cuanto ocurre fuera del volumen de control... no ocurre//.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Pululando

Un mal día lo tiene cualquiera. Se dan una determinadas circunstancias que convierten decisiones en errores y todo sale mal. Cuando tengo uno de esos días, salgo a pasear sin rumbo, sin prestar demasiada atención a nada en concreto, dejando vía libre a la mente para que se recomponga de las acometidas del día nefasto. Las primeras veces tenía que ir prestando atención para no perderme, pero ya conozco cada calle, cada tienda y cada pintada; ahora me dejo llevar a donde el azar guste y cuando tomo las riendas, no tengo más que regresar sin prisa al hogar.

Bueno, pues hoy me hallo paseando por idéntico motivo que tantas otras veces. Aún sin prestar atención, reconozco vagamente donde me encuentro, algunos lugares son lo bastante llamativos para ello. Mi mente divaga, pero no hay problema con ello. Al fin y al cabo, para eso estoy aquí. Me entra algo en el ojo, empiezo a parpadear compulsivamente y el ojo se me llena de lágrimas. Detengo mi marcha y me inclino hacia adelante para favorecer la caída de la partícula invasora. El proceso resulta lento, pero es inexorable y al final mi ojo se desembaraza de su indeseado compañero. Me seco las húmedas mejillas con la manga y me dispongo a continuar el camino, satisfecho de haber sido capaz de resolver un problema.

Pero ante mí ya no está la calle, con su peluquería y su kebab. Ahora hay un desierto. Parpadeo varias veces, como si toda aquella visión se me hubiese metido en el ojo, pero sigue ahí. Me doy la vuelta, esperando ver más desierto, pero el trozo de calle ya recorrida sigue en su sitio. Me quedo boquiabierto entre las dos fases, intentando comprender que está sucediendo. Una chica en bicicleta me esquiva ágilmente y en el instante en que se interna en el desierto, se convierte en polvo, que cae pesadamente, levantando una nube de arena de la que me protejo instintivamente. Miro hacia la calle, pero nadie más que yo parece percatarse de las toneladas y toneladas de arena en las que se ha convertido todos los edificios de media calle. Un hombre fuma mientras mira su reloj en la puerta de un hotel y un frutero espera con los brazos cruzados en la puerta de su establecimiento.

-¿Se encuentra bien?- pregunta alguien a mi espalda.

Me giro alarmado: un hombre y una mujer, claramente pareja, me miran preocupados. Se encuentran justo entre el desierto y yo. Doy un paso hacia ellos, incapaz de pronunciar palabra; ambos retroceden y se convierten en polvo. Doy un grito histérico y empiezo a retroceder sin perder de vista los montículos que segundos antes eran dos seres humanos. Y entonces, desafiando abiertamente la teoría del caos, los dos montículos recuperaron su forma anterior, y la pareja volvía a estar frente a él, aunque ahora bastante más alarmados.

-Tranquilícese, ¿quiere?- me pide el hombre.

Por supuesto, es algo superior a mí. Siento el corazón desbocado en algún punto indeterminado de mi pecho. Debo estar muy pálido… A decir verdad, debo tener aspecto de perturbado. El hombre divisa algo tras de mí; me giro yo también y veo como el frutero se aproxima a paso ligero para ver qué ocurre. De pronto, siento pánico.

Y sin entender muy bien qué es exactamente lo que me propongo, supero a la sorprendida pareja y me lanzo al desierto. Cuando piso la blanda arena, me sorprendo; no sabía exactamente que iba a suceder, pero que no sucediese absolutamente nada no me lo había planteado. Miro atrás, la pareja no parece comprender lo que sucede, ambos tienen el ceño fruncido y la boca entreabierta. El frutero llega hasta ellos y los supera, convirtiéndose en fina arena al llegar a la interfase. Me pregunto que habrán visto ellos cuando yo atravesé la línea, ¿me desmoroné tal como hicieron todos los otros? ¿Desaparecí sin más? ¿O tal vez siguen viéndome?

-¿Hola?

No hay respuesta, siguen mirando al infinito y de pronto empiezan a correr hacia mí y se vuelven polvo, como todos los otros. Dudo si volver o no, la situación es demasiado absurda como para que pueda pensar con lucidez. Finalmente, decido explorar un poco el desierto, al fin y al cabo no es algo que se pueda ver todos los días. Hace calor.

Al parecer, toda la ciudad ha sido engullida por el desierto a la misma altura: la ciudad y el desierto están separados por una línea recta que se prolongo hasta dónde yo puedo ver, en ambas direcciones. Subo a lo alto de una duna para tener mejor visibilidad y descubro una pequeña estructura no muy lejos de mi posición. Desciendo hasta ella, con el sentido común ya entumecido del exceso de sucesos que escapan a él. De cerca, puedo observar cómodamente la construcción: es una semiesfera de piedra, me recuerda a un iglú, aunque más grande. La entrada se encuentra justo en la otra parte, es lo bastante amplia para pasar sin problemas. El interior está completamente ocupado por una escalera de caracol descendente, así que empiezo a recorrerla. Conforme voy penetrando en las entrañas de la tierra, siento que la temperatura va descendiendo. La luz que proviene de la entrada empieza a ser insuficiente y debo andar con cuidado de no tropezar. Más abajo, solo veo oscuridad sin fin.

En contra de las previsiones, llego al final de las escaleras cuando aún puedo ver la luz sobre mi cabeza. Tanteo la pared y encuentro un pasillo, este si en total oscuridad, que empiezo a recorrer. Tras un par de minutos de camina a ciegas, alcanzo el final del pasillo. Desorientado, busco alguna manivela o picaporte, señal inequívoca de una puerta. No encuentro nada, pero al empujar, la pared cede y me da paso a una sala circular, iluminada por antorchas. No hay más salidas que por donde he venido. Las paredes son de roca desnuda, pero el suelo rebosa de monedas de oro, cofres y joyas. Justo en el centro, sobre una mesilla, descansa… una lámpara de aceite. La miro con ojos vidriosos. Por fin algo que tiene sentido. La cámara de los tesoros… ¡La lámpara mágica!

Me acerco a ella con paso decidido, mientras mi cabeza empieza a trabajar febrilmente en la búsqueda de los tres deseos más apropiados. ¿Vida eterna? ¿Riqueza infinita? ¿Paz mundial? ¿Conocimiento sin límites? ¿Poder? ¿Magia? Ante mí se abría un abanico de posibilidades como nunca antes se le había abierto a nadie.

Cojo la lámpara con manos temblorosas y la froto con la manga todavía húmeda de sucesos que ocurrieron en otro mundo.

Espero.

Espero.

Pero no pasa nada, ningún genio maravilloso brota del interior dispuesto a concederme la felicidad eterna.

Me rasco la cabeza, confuso. Sin saber muy bien qué hacer, abro la tapa de la lámpara; dentro hay una nota bastante antigua. “He liberado al genio”, pone.

Joder, menuda putada.