Ricardo contemplaba, absorto, como caía
la lluvia. Era una lluvia fina y hacía un día cálido; apetecía estar en la
calle. Pero, como todos los allí presentes, tenía que trabajar.
Se abrió una puerta y entró Miguel con
los hombros de la chaqueta picados de gotas y el pelo algo mojado.
-Buenos días- dijo en voz baja y, sin
esperar respuesta, se fue a su despacho.
Ricardo frunció el ceño, molesto por lo
impuntual que había sido su compañero, teniendo en cuenta que él siempre
llegaba rigurosamente a tiempo a trabajar; no porque que le gustase, sino porque era su obligación y
debía cumplir con ella. Echó una última mirada a la puerta, ya cerrada, del
despacho de Miguel y trató de volver a su cometido. Tras estar un par de
minutos con la mirada perdida frente al ordenador, suspiró y volvió a embobarse
mirando caer la lluvia.
-Ricardo- le llamó alguien. Este se giró,
sobresaltado, pensando en una excusa convincente para su inactividad.
No era su jefe. Era Marcos, al que
conocía de vista y con el que únicamente había intercambiado más de tres frases
en una cena de empresa en la que tuvieron que sentarse uno al lado del otro.
-¿Qué pasa?- preguntó- ¿necesitas algo?
Marcos hizo un gesto con la cabeza
señalando la puerta por la que había aparecido Miguel, que daba al pasillo.
-Ha dicho el jefe que vayamos todos a la
sala de reuniones- dijo- Que da igual lo que estemos haciendo, que lo dejemos
para luego.
Ricardo asintió, agradecido de tener una
excusa para dejar el trabajo, en el que se sentía incapaz de centrarse.
-Díselo a Miguel, ¿quieres?- le pidió
Marcos- yo iré a avisar a los demás.
Ricardo volvió a asentir sin
convencimiento, dejó su ordenador en suspensión, recogió un poco su mesa y se
dirigió al despacho de Miguel. Dio unos suaves golpes en su puerta y esperó la respuesta.
-Adelante- se escuchó, amortiguado.
Ricardo abrió la puerta y, sin soltar el
pomo, se adentró un poco en el despacho de su compañero, al que no acostumbraba
a entrar casi nunca.
-Dime- dijo Miguel, sin mirarlo.