viernes, 26 de abril de 2013

Tacto

Pasaban diez minutos de la hora de entrada y Óscar aún no había aparecido. Me llevé el café a los labios y dejé que me los humedeciera, pero no llegué a beber; tenía el estómago revuelto de algo que había comido el fin de semana y no me apetecía tomar nada. Lo abandoné sobre mi mesa con una punzada de remordimiento por haberlo comprado. Había sido un acto automático, inconsciente y ahora no sabía qué hacer con él. A veces la mente nos juega malas pasadas. 

Repasé sin prisa todas las cámaras de vigilancia, deteniéndome especialmente en las que grababan el recorrido que Óscar debía recorrer desde la entrada hasta la sala de seguridad. Tenía la esperanza de verlo aparecer en alguna, pero nada. 

La verdad es que me tenía preocupada: a principios de la semana anterior había empezado a comportarse de una forma extraña; llegaba tarde, se quedaba embobado mirando el infinito y no parecía prestar atención alguna a su vestimenta. No es que yo me fijase especialmente en esas cosas, pero eso era precisamente lo más preocupante: si yo lo notaba, es que era evidente para cualquiera. Y aunque teníamos una relación bastante estrecha fruto de la cantidad de horas que pasábamos juntos, no me había atrevido a preguntarle nada para no parecerle indiscreta, pero me moría de ganas por saber que le pasaba. Confiaba en que el fin de semana le hubiese ayudado a aclarar lo que fuera que le pasara y que volviera siendo el de siempre. 

—Si sigue igual, le digo algo— me hice prometer a mí misma.

martes, 26 de marzo de 2013

Uno de los nuestros

-Lo siento, pero no es lo que andamos buscando- me informó el entrevistador. 

Suspiré. No, claro que no era lo que andaban buscando. Pero es que lo que buscan no existe. Tampoco es este trabajo lo que yo andaba buscando, pero aquí estoy. A veces hay que reducir los estándares si se quiere llegar a algún lado. 

-Gracias de todos modos- mascullé mecánicamente mientras me levanto. 

-De todos modos si cambiáramos de idea, ya le llamaríamos- dijo mecánicamente. 

Nos estrechamos la mano y salí de allí. Fuera hacía un día espléndido. Empecé a caminar lentamente hacia mi casa, preguntándome que era lo que había hecho mal esta vez… Tenía mucho tiempo para darle vueltas y para analizar la breve entrevista una y otra vez, y encontrar así fantasmas en cada frase, en cada gesto… 

-Por favor, ¿me puede dar algo? 

Aquella voz me sacó de mis cavilaciones. Pertenecía a una señora con cara desencajada. Estaba gorda. 

-Lo siento mucho- murmuré- pero no me lo puedo permitir. 

La mujer me miró intensamente. Podría haber seguido caminando y haberla dejado atrás, pero algo en la forma en la que me miraba me molestó: me estaba mirando como si yo fuese el mal del mundo, como si fuese culpa mía que ella tuviera que pedir y, por si fuera poco, tenía la poca decencia de negarle lo que yo le había arrebatado. Los míos y yo. Como si yo fuese del otro bando. Como si mi avaricia hubiese acabado con todo. 

-Cuando la cosa remonte…- me excusé. 

Permaneció impasible. 

-¿Y qué hago, dejo de tener hambre hasta entonces?- me recriminó. 

“¡Yo soy de los tuyos!” le grité para mis adentros, “no soy yo el que es puro egoísmo y malas intenciones. ¡No soy yo el que en el fondo ni es humano! ¡Esos son otros! ¡Los malvados son otros, todo el mundo lo sabe! ¡Yo también soy una víctima!”. 

-Yo… 

No me dejó terminar, me giró la cara y se dirigió a otro viandante. Me quedé allí plantado, mirándola. 

-Por favor, ¿puede darme algo?- le pidió a otro desconocido. 

El aludido, con gesto grave, sacó su cartero y le dio un par de monedas. 

-Dios le bendiga- dijo la señora con voz quebrada- ya no queda gente como usted. 

El hombre le hizo una inclinación de cabeza, sonriente, y siguió su camino. Pasó por mi lado y me saludó con una nueva inclinación de cabeza, sin detenerse. Tarde un par de segundos en reconocerle: el entrevistador. 

Me quedé allí, viendo como se alejaba con paso firme. Adiós. Adiós.

jueves, 7 de marzo de 2013

La escena antes del beso

Desde que había entrado en mi mundo había estado observándola. No sabía si ella era consciente de esto, pero poco importaba, no tenía intención de interferir en sus acciones de ningún modo: me disuadía el miedo a que me rehuyera y no poder ya siquiera mirarla. Bebía cada uno de sus movimientos: sus giros, sus pausas, su actitud inquieta e incansable… Y a cambio, no le daba nada, a pesar de que era obvio que necesitaba ayuda, porque aunque el esfuerzo que realizaba era inspirador, resultaba totalmente inútil. Mientras la contemplaba con afán casi científico, entendí que era la prueba viviente de que hace falta algo más que buena fe para triunfar frente a la adversidad. Hace falta además cierta comprensión de aquello que se enfrenta, sin llegar a la empatía, claro está, pero suficiente para entender qué fin persigue. 

Deseaba advertirla de que su esfuerzo era doblemente vano: ni conseguiría superar los obstáculos, ni encontraría lo que buscaba en caso de superarlos. No eran más que desesperadas cábalas qu- 

-¡Deja de mirar esa mosca de la ventana y ponte a estudiar!- me reprendió mi madre, severamente. 

Suspiré, me despedí mentalmente de mi hipnótica compañera y volví a lo mío.

martes, 1 de enero de 2013

Cerradura

Era sábado por la noche (más bien domingo de madrugada) y volvía a casa después de cumplir con mis deberes ciudadanos. 

-No ha estado mal- comentó mi amigo, que se quedaba a dormir en mi casa por motivos más legales que éticos. 

-Un poco flojito- matizó mi amiga, que iba sobria y no se iba a quedar, pero nos acompañaba porque no se fiaba de que fuésemos a llegar de una pieza. 

-Mmmm- gruñí yo. 

Permanecimos en silencio hasta llegar a mi portal. Saqué la llave, la giré con más soltura de la que mi amiga esperaba (sonreí por ello) y accedimos al rellano. Llamamos al ascensor y esperamos a que bajara de cielos que no nos correspondían. Subimos y pulsé mi botón. Mi amigo se miraba en el espejo, mi amiga le miraba a él y yo la miraba a ella. Tuve una arcada, pero la contuve. El ascensor dio una sacudida amistosa, advirtiéndonos de que el breve paseo había acabado. Abrió sus puertas y salimos. Me sacudí las zapatillas en el felpudo y rebusqué en mi bolsillo en busca de la llave de la puerta. Creo que soy la única persona en el mundo que no usa llavero: tengo todas las llaves sueltas dentro del bolsillo. Puede sonar raro, pero lo encuentro más eficiente: solo me llevo las llaves que necesito, y así no me pinchan conforme camino. Si fuese mujer y tuviese un bolso, tanto me daría, pero resulta que no lo soy.