viernes, 26 de abril de 2013

Tacto

Pasaban diez minutos de la hora de entrada y Óscar aún no había aparecido. Me llevé el café a los labios y dejé que me los humedeciera, pero no llegué a beber; tenía el estómago revuelto de algo que había comido el fin de semana y no me apetecía tomar nada. Lo abandoné sobre mi mesa con una punzada de remordimiento por haberlo comprado. Había sido un acto automático, inconsciente y ahora no sabía qué hacer con él. A veces la mente nos juega malas pasadas. 

Repasé sin prisa todas las cámaras de vigilancia, deteniéndome especialmente en las que grababan el recorrido que Óscar debía recorrer desde la entrada hasta la sala de seguridad. Tenía la esperanza de verlo aparecer en alguna, pero nada. 

La verdad es que me tenía preocupada: a principios de la semana anterior había empezado a comportarse de una forma extraña; llegaba tarde, se quedaba embobado mirando el infinito y no parecía prestar atención alguna a su vestimenta. No es que yo me fijase especialmente en esas cosas, pero eso era precisamente lo más preocupante: si yo lo notaba, es que era evidente para cualquiera. Y aunque teníamos una relación bastante estrecha fruto de la cantidad de horas que pasábamos juntos, no me había atrevido a preguntarle nada para no parecerle indiscreta, pero me moría de ganas por saber que le pasaba. Confiaba en que el fin de semana le hubiese ayudado a aclarar lo que fuera que le pasara y que volviera siendo el de siempre. 

—Si sigue igual, le digo algo— me hice prometer a mí misma.

Volví a llevarme el café a los labios, pero solo de pensar en beberlo mi estómago se revolvió ruidosamente. Resignada, me levanté y fui al baño. Incliné el vaso sobre el váter y dejé que el café fluyera lentamente, arrastrando incluso los posos, hasta que el vaso quedó vacío. Me despedí de él y tiré de la cadena: el agua cayó vorazmente sobre el café y se fundieron en un furioso torbellino de espuma beige que se hundió rápidamente y escapó de mi vista. Arrugué el vaso y lo tiré a una papelera ya desbordada de papel higiénico. Solo entonces se me ocurrió que tal vez Óscar habría querido el café y me arrepentí de haberme arrepentido de haberlo comprado. 

Él ya estaba allí, sentado en su silla, cuando volví a mi puesto. Llevaba la camisa por fuera y hacía varios días que no se afeitaba. Tampoco parecía que se hubiese duchado antes de venir, llevaba el pelo revuelto y sucio. El fin de semana no le había resuelto nada, por lo que parecía. 

—Hola— le saludé—, no te he visto entrar. 

—Será porque en el baño no hay cámaras— bromeó. 

—Será— respondí distraída. 

Me senté yo también y con un vistazo furtivo comprobé que no tenía café. 

— ¿Qué tal el fin de semana?— le tanteé. 

Sonrió abiertamente sin dejar de mirar las múltiples pantallas que florecían por toda la pared. 

— Bastante bien— contestó. 

Aquello me sorprendió, no esperaba esa sonrisa… ¿Había solucionado entonces su problema? ¿Y por qué seguía presentando el mismo aspecto? ¿O tal vez no estaba siendo sincero? 

Suspiró. Entonces até cabos. Mirada perdida y melancólica. Absoluta indiferencia por lo que ocurría a su alrededor. Y esa sonrisita. ¿Estaba enamorado? Me quedé mirándole unos minutos, muy atenta. Sí, apestaba a amor por todas partes y me sentí estúpida por no haberme dado cuenta antes. 

—¿Cómo se llama?— pregunté con aplomo. 

Él me miró, sorprendido. 

—¿Qué?— dijo con cautela. 

—Venga, no te hagas el tonto— insistí con una sonrisa cómplice—, ¿cómo se llama ella? 

Me miró intensamente y sus facciones se tensaron, como si todo su ser librara una atropellada lucha interna sobre qué hacer. Me extrañé y mi sonrisa se esfumó: ¿cuál era el problema? ¿Acaso yo la conocía y pensaba que no me iba a parecer bien? ¿O creía que era demasiado pronto para hablar de ello? ¿O no consideraba que tuviéramos suficiente confianza como para hablarlo? ¿O…? 

Entonces se me ocurrió. 

—¿Es un chico?— pregunté con calma. 

Óscar soltó una carcajada de sorpresa y sus rasgos se relajaron. También yo sonreí, aunque más tímidamente que antes. 

—Es una chica, es una chica— contestó desenfadado. 

—No tengo problema con que seas gay, ¿eh?— le aseguré con toda sinceridad. 

—Qué es una mujer, hostia— respondió sin perder la sonrisa. 

—¿Y cómo se llama?— insistí. 

De nuevo se quedó congelado. Desapareció su sonrisa y también la mía. A veces parecía a punto de decir algo, pero se arrepentía en el último momento y prefería callar. 

—Si no me lo quieres decir, no tienes que hacerlo— maticé algo despagada por la poca confianza que me estaba demostrando—. Es tu vida al fin y al cabo. 

—No es eso— aseguró Óscar—. Es que es… complicado. 

—Complicado— repetí, incrédula. 

Él asintió y volvió a mirar las pantallas. Me quedé mirándole, confusa. ¿Cómo podía ser complicado decir el nombre de alguien? Aquello no hizo más que avivar mi curiosidad. 

—¿Y desde cuando la conoces?— tanteé— ¿O eso también es “complicado”? 

Frunció el ceño, con cara de estar sopesando las posibilidades. No se le veía nada cómodo. 

—Desde la semana pasada— contestó dubitativo, como si anduviese sobre un campo de minas y cada paso pudiese ser el último si no iba con cuidado. 

Aquello me sorprendió. ¿Cómo podía ser el nombre de ella más complicado de explicar que eso? 

—¿Y estáis saliendo o…? 

—Bueno, algo así— respondió vagamente. Obviamente no quería seguir con el tema. 

—¿También es complicado?— sugerí. 

—Sí— admitió de mala gana. 

—¿Y dónde la conociste?— insistí. 

Óscar me lanzó una rápida mirada: se estaba empezando a molestar. 

—También es complicado— sentenció. 

Le miré en silencio. ¿Qué sería más efectivo, presionarle directamente y provocar con toda seguridad una confrontación en la que tal vez por el acaloramiento acabara diciendo algo, o dejar el tema con la esperanza de que cambiara de idea al darse cuenta de que me había desilusionado? Le mostré mi mejor cara de indecisión. La segunda opción parecía menos arriesgada. 

—Bueno, pues que te vaya todo bien— le respondí con voz átona. 

Me crucé de brazos y me dediqué en cuerpo y alma a vigilar lo que vigilaban las cámaras. Era curioso, miraban pero no veían. Siempre atentas, pero sin interés. Casi parecía una adivinanza. Traté de imitarlas, traté de fundirme con ellas, ser parte indistinguible del colosal entramado mecánico e informático que componía el sistema de seguridad. Se me durmió el culo de lo quieta que estaba, pero no lo conseguí. 

—No te enfades— me rogó Óscar. 

—No me enfado— le contesté, sin moverme. El hormigueo empezó a extenderse. 

Óscar vaciló un poco. No hacía falta ser una lumbrera para darse cuenta de que no era verdad. 

—¿Qué has hecho el fin de semana?— me preguntó, tratando de cambiar de tema. 

—Cosas— respondí secamente. 

Aquello le dolió, lo sentí claramente. También sentí una punzada de culpabilidad, pero era casi indistinguible del desagradable hormigueo que se me había contagiado ya a las piernas. 

—No es que no te lo quiera decir porque no me dé la gana— me aseguró—, es que realmente es delicado de explicar y no estoy preparado. 

—¿Qué te crees, que me voy a reír?— le increpé con rabia— Parece mentira que no me conozcas. 

—Precisamente porque te conozco creo que es mejor que no te lo diga— explicó con tono conciliador—. Al menos, por el momento. 

—¿Estás saliendo con mi madre?— le solté de golpe. 

—¿Qué?— preguntó, confuso— No 

—¿Con alguna de una secta rara? 

—No— respondió Óscar. 

Ya no podía más, me removí incómoda y sentí una oleada de hormigueo por todas partes. 

—¿Te ha prohibido ella que me lo cuentes? ¿Está celosa de nuestra relación? Porque ya sabes que yo nunc- 

—Lo sé muy bien— me cortó—. No es eso. 

—Pues entonces no te entiendo— le dije, mientras sacudía las piernas. No podía quitarme de la cabeza la imagen de toda mi sangre estancada en mis venas y arterias, coagulada y oscureciéndose lentamente. 

Él se rascó la cabeza, indeciso. Identifiqué el gesto, ya faltaba poco. 

—Confía un poquito en mí, ¿quieres?— insistí— Creo que hasta ahora no te he dado motivos para que desconfíes… 

Óscar respiró hondo y me miró fijamente. Lo vi en sus ojos, tenía miedo de mi reacción. Pero también quería contármelo. 

—Se llama Clara…— dijo, vacilante. 

Sonreí, satisfecha y le devolví la mirada más sincera que pude. Una mirada que le decía que me estaba preocupando por él porque realmente le tenía aprecio y quería saber que le estaba pasando. Le decía que tenía que confiar en mí. Que prácticamente era su obligación hacerlo. Que, como amigo mío, me lo debía. 

— Y es imaginaria— continuó. 

No reaccioné de inmediato. Estaba tan absorta en mi propio pensamiento que no pude procesar bien lo que me acababa de decir. 

—¿Qué?— fue lo único que fui capaz de articular. 

—Es imaginaria— repitió, ahora con más aplomo. 

Me levanté y empecé a dar pasos torpes, el hormigueo se había vuelvo insoportable y no me dejaba pensar. Tenía que librarme de él. 

—No lo entiendo— confesé. 

—Mi mente la ha creado— dijo con rotundidad. 

Fruncí el ceño. “Creado”. 

—¿Te la has inventado?— le pregunté. 

—Lo dices como si fuera de mentira— se quejó. 

—¿Y no lo es?— sugerí. 

—No, claro que no— contestó muy serio—. Yo la puedo ver. 

El hormigueo empezó a remitir y sentí un sincero alivio. Aún así, no dejé de dar vueltas por la sala. 

—No es broma, la puedo ver y me habla— insistió Óscar—. La puedo tocar. 

—¿Lo dices en serio?— le pregunté con incredulidad. Siempre pasa lo mismo, siempre se pregunta si es en serio, aunque está claro que es en serio. Es la última esperanza de acabar con el problema sin enfrentarlo. Es como desear despertar de la pesadilla pellizcándote. 

—¿Ves? Por eso no te lo quería contar— se quejó—. Me haces quedar como un loco. 

No respondí de inmediato. Intenté encontrar las palabras más apropiadas para la situación. Al fin y al cabo, Óscar había confiado en mí al contármelo y obviamente no había sido una decisión fácil para él. No quería que se arrepintiese de su decisión, pero no podía apoyarle. 

—Admitirás que no es muy normal— le dije, con tacto. 

—Muchos niños tienen amigos imaginarios— se defendió él—, y no están locos. Es parte de la vida. 

—Ya, pero no creo que los puedan ver y tocar— reflexioné. 

—Me he informado— replicó—. Algunos niños no pueden distinguir a sus amigos imaginarios de las personas reales. 

Se me erizó el vello. ¿Indistinguibles de la realidad? 

—¿En serio?— dudé. De nuevo, un vano intento de camino fácil. 

—Sí— me aseguró. 

Nos quedamos en silencio. Yo me paseaba y él miraba como lo hacía. 

—¿Y “Clara” está aquí ahora?— pregunté. 

—No, claro que no— respondió. Sonrió levemente, con esa sonrisa que ponen los padres cuando explican a sus hijos algo obvio. Una sonrisa condescendiente. 

—¿Y no te resulta… raro?— pregunté. 

—No 

—Pero si te lanzas sobre ella, no te puede sostener— le dije—. Lo sabes, ¿no? 

—No me voy a lanzar sobre ella— me aseguró. 

—Es un ejemplo— maticé—. Si te apoyas en ella… 

—No me voy a apoyar en ella— me aseguró de nuevo. 

—Bueno, pues- 

—No insistas— me pidió—. Sé que ella no puede aguantar mi peso, ni recoger cosas del suelo, ni abrir puertas, ni llamar a emergencias si me da un infarto. Pero no me importa. 

—Tampoco puedes tener hijos con ella— añadí. 

—Lo sé— me respondió con toda su determinación, que parecía haber ido creciendo conforme hablábamos—. Créeme, le he dado un millón de vueltas y todo lo que me puedas argumentar yo ya lo he pensado. 

—¿Y aún así te parece bien?— inquirí— A mí me parece una locura. 

Dejé de caminar y me quedé plantada, muy seria, delante de Óscar. 

—Hacía años que no me sentía tan feliz— fue su respuesta. 

Y me miró del mismo modo que yo le había mirado. Como si de pronto fuese condición indispensable que yo confiara en él para que el mundo pudiera seguir adelante, o girando, o lo que rayos hiciese. Pero no podía hacerlo, no estaba bien. 

—No es normal— repetí—, y no puede ser bueno. 

Aquello realmente le molestó. Siempre había sido un tío muy tranquilo y solía restarle importancia a las cosas, pero con este tema no parecía capaz. 

—¿Y tú que sabes?— me espetó— ¿Eres psicóloga o algo? 

—No creo que haga falta un título para saber que ver gente que no existe es un problema mental— le contesté tal vez con demasiada aspereza. 

—Pues te equivocas totalmente— me respondió con la misma aspereza— no es un problema. 

—Venga, Óscar, no me jodas— le pedí. 

—Las cosas solo son problemas si nos dificultan la vida— continuó, ignorando mi comentario—. Si quiero ir a la playa, que se ponga a llover es un problema. Pero si tengo que regar el campo, que se ponga a llover no es un problema. Es lo contrario a un problema, es justamente lo que andaba buscando. Todo depende de lo que uno quiere y como decide tomarse las cosas que le van viniendo. 

Aquello era el colmo. Óscar sabía que no me gustaban nada las analogías, lo habíamos discutido muchas veces. Lo estaba haciendo solo para vengarse. 

—O igual te piensas que es algo bueno pero en realidad no lo es –respondí—. Como un niño que se alegra de que no haya colegio porque está lloviendo mucho, pero en realidad el principal perjudicado es él, aunque no se da cuenta. 

—¿Y en que me perjudica ser feliz?— me espetó con rabia, en un tono más alto del estrictamente necesario. 

—En que estás viviendo una mentira— le contesté, casi chillando—, y en que no quieres reconocer que tienes un problema mental. 

Óscar cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Lo hizo muy lentamente, pero no le interrumpí: nunca le había visto tan nervioso y la verdad es que no quería que acabáramos gritando, o podíamos meternos en un lío. 

—No es un problema, te repito— aseguró algo más calmado—. Clara es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. 

—Imagínate que solo ves a la chica esa porque tienes un tumor en el cerebro, o algo así— le pedí con voz lenta— ¿Querrías que te lo quitaran? 

—No— respondió al instante. 

—Entonces es un riesgo para tu vida— concluí fríamente. 

—Me da lo mismo— respondió tercamente—. Aunque tuvieses razón y fuese malo para mi salud, cosa que no puedes asegurar porque no tienes pruebas, me negaría a recibir tratamiento. 

—Eres como los yankees religiosos esos que prefieren ver morir a sus hijos antes de permitir que los trate un médico porque es lo que creen que dice la Biblia— le espeté. 

—No, no es verdad— me respondió enfadado, pero sin gritar—. Esto es algo que solo me afecta a mí y a nadie más. No voy a obligar a nadie a hacer lo que yo, y ni siquiera tenía intención de contarlo, pero es que prácticamente me has obligado. 

—Vale, no eres exactamente igual que ellos— admití—, pero te niegas a aceptar la verdad porque va en contra de lo que quieres creer. 

—¿Acaso he dicho en algún momento que Clara sea real?— me espetó— No. No me estoy autoengañando. Sé que solo es producto de mi mente. Pero eso no me impide disfrutar de su compañía. 

—Sí que te engañas— le dije—. Finges que es real y finges que tienes una relación con ella, finges que puedes tocarla, finges que te habla, finges que- 

—No le hago daño a nadie— me cortó. 

—Te haces daño a ti mismo— le respondí—. No puede acabar bien. 

— ¿Y cuál es tu alternativa? ¿Me tengo que fijar en tu vida? Trabajas en algo que no te divierte para ganar dinero con el que poder comprar lo que necesitas para seguir viviendo y así seguir trabajando. No tienes objetivos. 

—En mis ratos libres hago cosas que sí que me gustan— me defendí. 

—Si yo te dijese que esas cosas son malas, ¿dejarías de hacerlas? 

—No uses esa mierda de psicología conmigo— le advertí— no es lo mismo. 

—¿Dejarías de hacer las cosas que te gustan?— insistió. 

—No— contesté con rabia—, porque las cosas que yo hago no me perjudican. Yo no tengo una relación malsana con un producto de mi imaginación. 

Óscar me miró intensamente. 

—¿Ah, no?— inquirió. 

—No— respondí. 

—Pues a lo mejor deberías— me dijo. 

—No— negué, tajante. 

—¿Por qué no?— me preguntó. 

—Te lo estoy diciendo— le repetí, irritada—, porque no es normal. 

Óscar resopló, desdeñoso. 

—Parece que no quieras que sea feliz— me increpó. 

—Me preocupo por ti— me defendí—. Intento hacerte ver que a veces lo que quieres y lo que te conviene no coincide. 

—Ya soy mayor para tomar mis propias decisiones— sentenció—. Y elijo a Clara. 

—Es un error— le aseguré. 

—Me da igual, la quiero. 

—Joder, Óscar, piensa en lo que estás diciendo— le imploré. 

—Eres tú la que no está razonando— replicó— ¿Por qué te aferras tanto a lo que todo el mundo cree normal? ¿No ves que no tienes argumentos? Lo que pasa es que te molesta que yo haya encontrado la felicidad sin esfuerzo y tú no puedas. 

—¡Eso es lo que tú te crees!— estallé— ¡Te crees que puedes aislarte de todo el mundo y ser feliz en tu fantasía, pero las cosas no funcionan así! ¡Te va a explotar en la cara, ya lo verás! 

Óscar palideció de rabia y apretó los puños con fuerza. 

—Estás amargada— masculló—. Y por eso quieres creer que todo saldrá mal. 

—Estás desesperado— le respondí—. Y por eso quieres creer que todo saldrá bien. 

Sonó de pronto la puerta. Me giré, sobresaltada. Ambos nos quedamos inmóviles, en silencio. 

—Adelante— dije con un hilo de voz. 

La puerta se abrió y apareció María. Trabajaba en un despacho que estaba cerca y de vez en cuando, cuando quería estirar un poco las piernas, se pasaba a charlar. Me caía bien. 

—¿Está todo bien?— preguntó— he oído gritos. 

—No te preocupes— la tranquilicé, aún acalorada—. No pasa nada. 

Ella se me quedó mirando en silencio. Óscar también me miraba muy seriamente; mudo desde que había entrado María. Desvié la mirada, avergonzada. 

—¿Problemas amorosos?— aventuró. 

Dudé, pero finalmente asentí. Tenía la cabeza embotada. María me sonrió con ternura. 

—Pues luego pásame a buscar a mi despacho y nos tomamos un café— sugirió—. Así me lo cuentas tranquilamente… si quieres. 

Óscar me miró, apremiante. Yo miraba el suelo. 

—Vale, luego me paso— prometí. 

María sonrió un poquito, pero me siguió mirando, preocupada. 

—Ya les he dicho muchas veces que te pongan un compañero— me aseguró—. No es bueno que pases tantas horas metida aquí sola… 

Aún sin mirarle, pude ver la mueca de resignación que compuso Óscar. Sonreí amargamente. 

—Sí— reconocí—, uno acaba dándole demasiadas vueltas a las cosas cuando está solo. Acaba hasta discutiendo consigo mismo. 

María asintió, complacida de que coincidiera con lo que todo el mundo sabía. A sus ojos, eso me hacía parecer un poco más cuerda. 

—Pues hasta luego, Clara. 

Hice un gesto de despedida y María desapareció. 

Óscar y yo nos miramos. 

A veces, la mente nos juega malas pasadas.

4 comentarios:

  1. cada vez que lo leo me gusta mas.aunque no entiendo el final. fan2.

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  2. Me alegro de que te guste, y de que sigas entrando por aquí aunque ya haga bastante que no actualizo.
    Resumiendo, al final se descubre que Óscar no es real, que es producto de la imaginación de ella. Óscar siempre se refiere a su novia imaginaria como Clara, que es ella. En realidad, toda la discusión que tienen ellos dos no es más que las dudas que tiene Clara sobre tener un novio imaginario: Óscar encarna la postura a favor defendiendo que mientras eso la haga feliz, lo demás no importa mientras que la propia Clara defiende lo contrario: que no es sano ensimismarse en las propias fantasías, pues pueden alejarla peligrosamente de la realidad.
    Y eso es todo, no son más que las dudas de una pobre chica que se siente sola.

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  3. Maravilloso. El planteamiento es magistral, pero el final me ha dejado sencillamente boquiabierto... Un placer leerte.

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    1. Vaya, muchas gracias. Supongo que eres a quien Enrique le pasó la página. Espero que lo que encuentres por aquí sea de tu agrado.

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