martes, 26 de marzo de 2013

Uno de los nuestros

-Lo siento, pero no es lo que andamos buscando- me informó el entrevistador. 

Suspiré. No, claro que no era lo que andaban buscando. Pero es que lo que buscan no existe. Tampoco es este trabajo lo que yo andaba buscando, pero aquí estoy. A veces hay que reducir los estándares si se quiere llegar a algún lado. 

-Gracias de todos modos- mascullé mecánicamente mientras me levanto. 

-De todos modos si cambiáramos de idea, ya le llamaríamos- dijo mecánicamente. 

Nos estrechamos la mano y salí de allí. Fuera hacía un día espléndido. Empecé a caminar lentamente hacia mi casa, preguntándome que era lo que había hecho mal esta vez… Tenía mucho tiempo para darle vueltas y para analizar la breve entrevista una y otra vez, y encontrar así fantasmas en cada frase, en cada gesto… 

-Por favor, ¿me puede dar algo? 

Aquella voz me sacó de mis cavilaciones. Pertenecía a una señora con cara desencajada. Estaba gorda. 

-Lo siento mucho- murmuré- pero no me lo puedo permitir. 

La mujer me miró intensamente. Podría haber seguido caminando y haberla dejado atrás, pero algo en la forma en la que me miraba me molestó: me estaba mirando como si yo fuese el mal del mundo, como si fuese culpa mía que ella tuviera que pedir y, por si fuera poco, tenía la poca decencia de negarle lo que yo le había arrebatado. Los míos y yo. Como si yo fuese del otro bando. Como si mi avaricia hubiese acabado con todo. 

-Cuando la cosa remonte…- me excusé. 

Permaneció impasible. 

-¿Y qué hago, dejo de tener hambre hasta entonces?- me recriminó. 

“¡Yo soy de los tuyos!” le grité para mis adentros, “no soy yo el que es puro egoísmo y malas intenciones. ¡No soy yo el que en el fondo ni es humano! ¡Esos son otros! ¡Los malvados son otros, todo el mundo lo sabe! ¡Yo también soy una víctima!”. 

-Yo… 

No me dejó terminar, me giró la cara y se dirigió a otro viandante. Me quedé allí plantado, mirándola. 

-Por favor, ¿puede darme algo?- le pidió a otro desconocido. 

El aludido, con gesto grave, sacó su cartero y le dio un par de monedas. 

-Dios le bendiga- dijo la señora con voz quebrada- ya no queda gente como usted. 

El hombre le hizo una inclinación de cabeza, sonriente, y siguió su camino. Pasó por mi lado y me saludó con una nueva inclinación de cabeza, sin detenerse. Tarde un par de segundos en reconocerle: el entrevistador. 

Me quedé allí, viendo como se alejaba con paso firme. Adiós. Adiós.

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