jueves, 25 de agosto de 2011

Plan de futuro

Como tantas otras tardes, Darío se quedó contemplando lo que, a falta de un nombre más revelador, había bautizado como “El Artilugio”. A pesar del número desorbitado de horas que había dedicado a lo largo de su vida a esta tarea, no había desentrañado los entresijos de su funcionamiento. Pero no se atrevía a activarlo, pues solo tendría una oportunidad.

Ocurrió muchos años atrás, cuando Darío aún era joven y su temeridad y desconocimiento eran fácilmente confundidos con valor. Se embarcó en una durísima travesía en la que tuvo que enfrentar incontables peligros y resolver intrincados misterios, pero que, gracias a su buena estrella, había completado con éxito. Mientras saboreaba su triunfo, un misterioso anciano le entregó el Artilugio, con el cual se suponía podría superar cualquier eventualidad por insalvable que pareciera… pero una vez empleado quedaría inservible, por lo que debía decidir con cautela cual era el momento idóneo para emplearlo. Darío había supuesto que “cuando llegara el momento, sabría qué hacer”, pero nunca había tenido el aplomo suficiente para emplear el que era su seguro de vida, y había superado todas las dificultades que la vida le había presentado con tenacidad (y una gran dosis de buena fortuna).

Su época dorada había pasado, y con ella también desaparecieron los peligros, por lo que ahora el Artilugio había perdido su utilidad. Por supuesto era incapaz relegarlo al olvido ni de utilizarlo simplemente para ver que hacía, pues había sacrificado mucho para poder preservarlo hasta entonces. “Habrá una adversidad mayor en el futuro, no debo desperdiciarlo ahora” había pensado cada vez que se sentía tentado a emplearlo.

Así que cuando un intrépido héroe apareció en escena, se apresuró a endilgárselo. El Artilugio era demasiada responsabilidad para un anciano.

jueves, 18 de agosto de 2011

Aislamiento

Para que engañarnos, soy una persona muy quisquillosa en lo que ha temperaturas se refiere; siempre me ha costado horrores ajustar la temperatura del agua cuando me ducho y soy ferviente enemigo del aire acondicionado, pues nunca se amolda a mis deseos. Por eso vivir en una pequeña casa rodeada por un mar de lava no parece, en principio, un lugar donde pueda vivir adecuadamente. Y desde luego no lo es, pero es ahí donde vivo.

Me explico. No siempre ha sido así. El bullicio de la ciudad nunca me ha atraído, aunque las facilidades de las grandes metrópolis siempre acaban imponiéndose a este rechazo que al fin y al cabo, solo es una insignificante preferencia. Sin embargo, en cuanto se me presentó la posibilidad de un estilo de vida que implicaba soledad, no me lo pensé dos veces y acepté: Así empecé a vivir aquí, en mi actual casa, un pequeño bastión contra el mundo que me rodea y me asedia. Tengo que admitir que me costó adaptarme a una vida en la que era centro de todo, pero la sencillez de todo cuanto me rodeaba me ayudó a sobrellevarlo en un inicio y consolidó mi decisión más adelante.

Hasta aquí, todo bien. El problema surgió más adelante, cuando incluso el recuerdo de mi anterior estilo de vida empezaba a difuminarse. Se abrió una enorme fisura en la tierra de la que empezó a brotar lava incesantemente. Mi casa, colocada en la cima de una pequeña elevación para evitar problemas con las inundaciones, quedó intacta, pero todo cuanto la circundaba quedó engullido por lo que solo puedo definir como un mar de lava, que permanece hasta día de hoy sin solidificarse… Y no parece que la situación vaya a cambiar.

El calor es insoportable y una molesta humareda me impide mantener las ventanas abiertas, pues me arriesgo a que mi hogar quede impregnado por el persistente olor del humo. Desde luego, la situación es complicada, pues no tengo forma de huir. No es que quiera ir a ninguna parte, pues tengo víveres de sobra para no preocuparme por el aislamiento una larga temporada. Pero ya no permanezco recluido porque quiero sino porque no tengo más remedio. Se me presentan tres opciones y ninguna me gusta: Puedo esperar a que la lava solidifique, tarde lo que tarde y borrar de mi mente el recuerdo de mi estancia en el infierno. También puedo pedir auxilio al mundo al que di la espalda, pues sé que no repararán en gastos para salvar mi alma, para dejar posteriormente que se vaya consumiendo en mí día a día. Por último, puedo lanzarme al mar de lava, pues no hay mejor forma de combatir el calor que con un buen chapuzón. Ciertamente, ninguna de las tres opciones me atrae, pero puesto que una de ellas conlleva la inactividad, resulta totalmente obligatorio elegir.

No es una decisión fácil, por lo que paso largo tiempo meditando (tampoco hay mucho más que hacer, en realidad). Hago balance sobre lo que he hecho y lo que hipotéticamente me queda por hacer. Me doy cuenta que únicamente he subsistido sin meta alguna por la que luchar. Esto no es del todo cierto, pues me he ido marcando pequeños objetivos que iba cumpliendo con efectividad uno tras otro, pero no perseguían un fin superior que los fuera hilando.

Finalmente, me decanto por la idea del baño. No me atrae especialmente la muerte, pero las alternativas resultan sofocantes y agotadoras. Por supuesto, no llego a materializar mi decisión, pues la idea del baño resulta más sofocante y agotadora a cada paso que doy en dirección al mar de lava, por lo que acabo desistiendo.

Así que me dedico a subsistir en un intenso malestar producido por la temperatura extrema de mi entorno, aislado del mundo hasta que se me agoten las reservas y perezca.

Si lo pienso, en realidad no ha cambiado nada.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Maldad

Descanso tranquilamente en mi cómoda butaca, después de un duro día de trabajo. Aún no es demasiado tarde, aunque ya ha anochecido. No tengo ningún plan para lo que resta de día, así que permaneceré en casa, cenaré sobras (supongo que algo queda) y veré alguna película en la televisión hasta que me venza el sueño durante algún interminable desfile de anuncios. Sonrío ante la agradable perspectiva, pues ya no me restan fuerzas para hacer nada más.

Oigo un ruido a mis espaldas, me giro con parsimonia y mis ojos se encuentran con los de un hombre. Es un hombre adulto, atlético, con unas cejas espesas. Su boca es apenas una fina línea, pues todo él está en tensión. Lleva guantes y en la mano derecha empuña una pistola.

No siento ganas de gritar ni de correr por mi vida, pues no acabo de asimilar la situación. Simplemente, me quedo donde estoy y miro al asaltante extrañado.

-¿Quién es usted?- le pregunto, sin apenas pensar.

El hombre me apunta con el cañón de su arma y se acerca lentamente.

-He venido a matarle- informa mientras se coloca frente a mí.

Se me hiela la sangre. Su cara es demasiado seria como para tratarse de una broma. Hasta ahora, jamás había pensado en la muerte como algo real y posible. Más bien pensaba en ella como en alguna especie de concepto vago e impreciso, que ocurría en lugares lejanos a través de mi televisor. Es cierto que familiares míos han muerto y sentí pena porque vislumbré levemente qué jamás volvería a verlos ni a saber de ellos, pero aún así, no pensé que pudiera ocurrirme a mí. Supongo que no hay concienciación social de estas cosas, aunque tampoco creo que haga falta.

Salgo sobresaltado de mis pensamientos cuando el arma produce un chasquido metálico. No sé absolutamente nada de armas de fuego, por lo que desconozco la función de dicho sonido.

-¿Por qué va a matarme?- le pregunto sin poder dejar de mirar la inescrutable negrura del cañón del arma. Sé que al otro extremo hay una bala que saldrá despedida a enorme velocidad y perforará mi piel, mi carne y mis órganos. Supongo que el hombre está apuntándome a la cabeza, aunque también podría ser al cuello. No conozco donde resulta más mortífera la herida, pero lo que me preocupa es donde dolerá más. Según tengo entendido, la perforación del hueso es muy dolorosa, por lo que la cabeza debería ser peor. Pero tal vez resulte más rápido y no llegue a sentir nada.

-Me han contratado para hacerlo- dice el hombre secamente.

-Alguien no me tiene mucho aprecio- comento.

El hombre se encoje de hombros, sin dejar de apuntarme.

-¿Le gusta su trabajo?- le pregunto, pues el entumecimiento fruto del terror está remitiendo y siento una extraña calma.

-Es un trabajo- se excusa- Lo hago para poder vivir, no porque me guste hacerlo.

Lo cierto es que tiene sentido, la gente que disfruta realizando su trabajo es una minoría por la que nunca he sabido si sentir envidia o lástima.

-Entonces, si pudiese dejar de hacerlo, ¿lo dejaría?- le pregunto, con la esperanza de sacar algo en limpio, pues de nada sirve realizar hipótesis si luego no trato de corroborarlas. Esto no es cuestión de fe.

-Claro, si me tocase la lotería, por ejemplo, no tendría que volver a trabajar- contesta- Una pena que no me haya tocado, ¿eh?

Asiento sin mucha convicción. Si él no hubiese aceptado el trabajo, otro lo habría realizado en su lugar, pero no me quiero poner puntilloso, porque entiendo que quiere decir.

-¿Se considera una mala persona?- la pregunta me venía rondando desde hacía tiempo, mucho antes de la aparición del asesino. Y ya que no habrá otro momento para conocer la respuesta, no quiero desaprovechar la oportunidad.

El hombre tuerce el gesto y baja el arma, pensativo.

-En realidad, trato de no pensar mucho en ello. No es lo que esperaba hacer cuando era niño, desde luego. Sé que no todas las personas que mato se lo merecen, pero asumo que, en líneas generales, le hago un favor al mundo.

Hay un breve silencio, pues el hombre no parece haber acabado de hablar, por lo que yo no empiezo.

-Así que no, no me considero una mala persona- concluye- igual que supongo que los soldados tampoco, a pesar de que también matan seres humanos.

Aquello me sorprende. Siempre había pensado que los criminales eran conscientes del daño que hacían al mundo, que eran “los malos”. Al parecer, no es así, aunque tampoco puedo juzgar el comportamiento ni pensamiento de todos ellos por el de este único individuo.

-Pues no se ofenda, pero yo creo que sí que es usted malo- le confieso- Mata personas que no desean morir. Independientemente de que hayan hecho con sus vidas, les arrebata algo que les es muy preciado y que usted ni siquiera desea.

La cara del hombre se ensombrece y me mira sin decir nada. Espero un tiempo prudencial para que diga algo, pero permanece delante de mí, paralizado. Así que, puesto que aún no he dicho todo lo que tengo que decir, continúo.

­-Se escuda en que lo hace para vivir, que su vida depende de ello- de pronto, se me ocurre- ¡Es usted un vampiro!

El hombre alza las cejas, sorprendido. Me levanto y el hombre retrocede ágilmente mientras vuelve a apuntarme con su arma. Su mirada vuelve a ser fría y tensa.

-Piénselo- digo eufórico- le arrebata la vida a los demás para poder seguir viviendo usted. En cierto modo, les chupa la sangre porque la necesita como alimento.

El hombre ya no parece escucharme, a mi entender, está bastante molesto.

-Las personas a las que mato siempre dicen cosas en sus últimos momentos- dice el hombre lentamente- En general, suelen insultarme. Otros suplican y apelan a mi humanidad. Otros juran venganza.

Se genera otro silencio, mientras el hombre me mira y yo miro su arma.

-Pero es la primera vez que me llaman vampiro- admite- Y, la verdad, me ha dolido bastante.

-Lo lamento, no era mi intención ofenderle- digo, sintiéndome estúpido por disculparme ante quien ha de ser mi asesino. Pero no puedo evitarlo, no me siento a gusto hiriendo a otras personas.

El hombre niega con la cabeza.

-No, no se disculpe. Para qué negarlo, tiene razón.

Por primera vez, pasa por mi cabeza la esperanza de salir vivo de esta. Justo entonces, vuelve el miedo, pues ahora tengo algo que perder.

-Entonces, ¿Qué opina ahora de su trabajo?- le pregunto, expectante.

Suena un estruendo y antes de que pueda entender que ha pasado, he muerto.

En mi opinión, fue un momento bastante inoportuno para dispararme, porque quería saber que pensaba el asesino. Bueno, dado que finalmente me mató, supongo que no planea renunciar a su trabajo. Tal vez acepte el hecho de que su vida depende de la muerte de otras personas, igual que todos (o casi todos) aceptamos la muerte de animales que nos han de servir de alimento. O tal vez no le de mayor importancia a este hecho y siga pensando que “en líneas generales” hace una buena labor. Otra posibilidad es que acepte la maldad inherente a su labor como consecuencia inevitable a la que se tendrá que acostumbrar, así como los albañiles se acostumbran a un profundo bronceado y los camioneros a la soledad.

Y aunque ya no tengo forma de saberlo, espero que la respuesta a mi última pregunta fuese:

-Ser vampiro es un trabajo como otro cualquiera…

miércoles, 3 de agosto de 2011

Apatía

Mi vida transcurre sin pena ni gloria, con sus leves altibajos, eso sí, pero en general he conseguido una afable estabilidad en la que me siento muy cómodo. Soy consciente de que he dejado pasar oportunidades que me podrían haber catapultado hacia una vida mejor, pero no he considerado que el esfuerzo mereciera la pena. Había personas más motivadas y con más necesidad de cumplir un rol moderadamente determinante en la sociedad. Por suerte o por desgracia, eso no va conmigo, me dedico a seguir existiendo sin más, pues no aspiro nada más que lo que tengo. Algunos verán esta vida como insípida, pero la apatía es confortable, mientras que el desengaño que se lleva quien ve sus sueños truncados no lo es. Me aferro a esta premisa cuando siento trazas del espíritu competitivo inherente al ser humano suplicándome que intente mejorar. Por suerte, con el paso de los años me he ido diluyendo en mí mismo y estos “ataques” se van haciendo más y más infrecuentes. Ni siquiera recuerdo cuando fue el último.

No explicaré en qué consiste mi trabajo, pues es irrelevante para entender mi estilo de vida, igual que lo es mi altura ya que no es anormalmente alta o baja. Simplemente, no me condiciona en absoluto.

Estos son los pensamientos que me vienen a la mente mientras miro con ojos fríos al hombre que tengo delante. Educadamente, le pido que me repita lo que acaba de decir.

Tras un leve y pretencioso carraspeo, el hombre repite con precisión su discurso.

-Me complace comunicarle su condición de heredero legítimo del trono de Anacronia, concedido por favor divino a sus antepasados y heredado por derecho de sangre desde el principio de los tiempos. Larga vida al nuevo rey.

Permanezco callado, pensativo. Ni mi padre ni mi abuelo mencionaron, siquiera a modo de broma, que fuéramos parte de una milenaria dinastía de reyes. Tal vez hubo alguna clase de sublevación que les obligó a exiliarse y mantenerse en el anonimato; y tal vez yo era demasiado joven para recibir dicha noticia. O tal vez simplemente mi familia quería empezar una nueva vida lejos de aquel lugar. O incluso podrían no saber nada, pues el exilio podría ser anterior incluso a ellos.

Solo pude pronunciar un inseguro “vaya” a la noticia. Pero aquel heraldo no se va, permanece plantado ante mí, aunque, a mi entender, no espera ninguna clase de intervención por mi parte.

Por fin salgo de mi estupor. La noticia es una sombra negra que se cierne sobre mi estilo de vida, aunque desconozco sus intenciones.

-¿Dónde se encuentra Anacronia?- le pregunto.

-A día de hoy, en ningún lugar concreto, pues ya no ocupa un territorio- explica- Pero sigue constando en los registros como nación monárquica, por lo que su título de rey es legítimo.

Me quedo mirándole, pues no comprendo del todo lo que está pasando.

-Entonces, ¿en qué afecta esto a mi vida?- le inquiero- Porque no puedo gobernar sin súbditos ni tierras.

El heraldo se encoje de hombros. Es obvio que cumple con su deber meramente informativo y que todo lo que se salga de su competencia le causa indiferencia. En cierto modo, me recuerda a mí mismo. Y, la verdad, desde fuera no resulta una forma de vida tan respetable como a mí me parecía cuando la sentía en mis carnes. A decir verdad, incluso siento cierto enojo con él, pues, aunque sólo sea un mensajero, es el culpable de la severa mutilación que acaba de sufrir mi rutina.

-Gracias, supongo – rezongo.

El hombre sonríe levemente a modo de respuesta, hace una leve reverencia que a mis ojos es un claro insulto y se marcha. Me deja solo en mi reino que no es tal. Hasta ahora, me había conformado con ser nada, porque no creía estar destinado a nada más. Pero a mí entender, la sangre azul lleva inherente una carga (y esto a pesar de yo haber defendido abiertamente que, aparte de enfermedades y el color del pelo, nada se hereda de los padres). Y es la responsabilidad de pasar a la historia.

Al cuerno el anonimato. Al diablo con la invisibilidad. ¡Quiero mi cetro y mi corona!