sábado, 28 de abril de 2012

Realidades

-Raúl, te presento a Helena.

Esas son las primeras palabras que oigo al entrar. Anteriores incluso a cualquier saludo. Hacía una eternidad que no asistía a una de las «reuniones informales» (se negaba a que las consideraran fiestas) de Iván. No tenía intención de ir, suelo declinar todas las invitaciones educadamente, nunca disfruto de este tipo de acontecimientos. Y no por Iván, que es amigo mío: me gusta ir a tomar algo con él de vez en cuando y ponernos al día, pero en sus fiestas hay mucha gente y mi cabeza bulle, febril, tratando de encontrar temas de conversación originales cuando estoy frente a personas que apenas conozco o directamente me son desconocidas. Siempre acabo yéndome temprano, arrepentido de haber acudido.

Pero Iván había insistido mucho, demasiado para tratarse de simple amabilidad. Tenía un interés especial en que fuera, por más que jurara lo contrario. Así que, como tampoco tenía plan, decidí complacerle.

Ahora todo parece aclararse: quiere emparejarme con una amiga suya o de su novia. La tal Helena es una chica flaca, bastante morena, de pelo oscuro, destellante de tan liso que lo lleva.

-Encantado- murmuro.

Ella sonríe mientras avanza hacia mí para darme los dos besos que deben dar por finalizada la presentación. En el primero me humedece la mejilla con algo de bebida que le queda en la comisura de los labios. El segundo apenas me roza.

-Igualmente encantada- responde, sin dejar de sonreír.

domingo, 22 de abril de 2012

Erosión

//Lamento la tardanza y que sea tan corto, esta semana no estaba inspirado. Ah, y tendrá otra entrega. Esta es más bien una especie de presentación chapucera//.

Hacía una temperatura agradable, aún no era muy tarde y me sentía lleno de energías, así que decidí ir a dar un paseo. Me calcé una chaqueta fina y salí de mi casa, sin preocuparme demasiado de si dejaba bien cerrado o a qué hora volver. Simplemente salí por la puerta, aspiré aire profundamente y empecé a andar. Fui contemplando sin demasiado interés los escaparates y a los transeúntes, mientras me alejaba más y más de mi hogar. No quería tener que estar pendiente de la hora, así que decidí que cenaría en cualquier lugar cuando tuviese hambre. Encontré estimulante un plan tan poco perfilado, aunque en general me consideraba una persona prudente, poco amante de los riesgos. Se me ocurrió que podría llamar a algún amigo y preguntarle si le apetecía cenar conmigo. Saqué mi teléfono móvil y llamé.

-¿Diga?- respondió alguien al otro lado de la línea.

sábado, 14 de abril de 2012

Renuncia


La pausa para el café. Un breve lapso en el que desconectar de todo y relajarse, a pesar de estar rodeados por la labor y es necesaria una inquebrantable voluntad para no acabar sorbiendo el líquido, taciturno, mientras se escurre tristemente el tiempo restante de descanso.

-Bueno- mascullé- será hora de ir tirando.

Eva me retuvo con un gesto mientras apuraba su taza a grandes tragos. Suspiré y tiré mi vaso desechable a la basura. Voló por mi lado el vaso de Eva, chocó contra la pared y cayó limpiamente al cubo. Le lancé una mirada de reproche.

-No te he dado- se defendió ella.

Sacudí la cabeza mostrando mi desacuerdo y nos pusimos en marcha.

-¡Esperad!- gritó alguien cuando ya habíamos salido.

Nos giramos y vimos a Enrique, el novato. Estaba pálido.

-Doctora Eva, doctor Hugo- dijo respetuosamente. Aunque me parecía que nombrar los títulos era innecesario, siempre sentía un hormigueo muy agradable cuando alguien decía «doctor Hugo».

-¿Qué pasa?- pregunté.

-Tienen que ver esto- rogó, inquieto.

martes, 3 de abril de 2012

La dolce vita

Después de todo el año trabajando, había llegado el momento de tomarse unas merecidas vacaciones. El Pastelero sonrió, satisfecho y emocionado, contemplando el negocio que había podido asentar a pesar de la dura crisis que azotaba al globo. Solo le quedaba una cosa por hacer antes de marcharse.

Se puso por última vez en algunas semanas (¿y por qué no un poco más?) a darle consistencia a la masa, echando un poco de esto y otro poco de aquello, en unas proporciones que guardaba celosamente. Por una vez no se preocupó demasiado de cuanta harina o cuanto azúcar le quedaba, simplemente hizo la cantidad que le pareció adecuada. Le quedó una base imponente, algo de lo que sentirse orgulloso. Empezó inmediatamente con la segunda, amaso por aquí, espolvoreo por allá, hasta que obtuvo otra de sus creaciones.

Sabía perfectamente que su negocio se había mantenido a flote gracias a un grupo muy reducido de personas, sus clientes habituales. Costaba creer, pero gracias a cuatro únicas personas, él había tenido éxito. Les debía todo. Le habían aconsejado lo mejor que habían sabido, le habían hecho compañía, le habían dado ánimos y, sobre todo, habían sido voraces devoradores de sus creaciones. Esta era su forma de agradecérselo, su ofrenda a los benefactores.

domingo, 1 de abril de 2012

Cuestión de gusto

La madre bajó el fuego al mínimo, aún sin dejar de remover el guiso.

-¡A comer! Gritó, para hacerse oír.

En algún lugar por encima de su cabeza se oyeron ruidos que fueron avanzando por caminos para ella invisibles, hasta que un niño pequeño, su hijo, apareció al trote por la puerta. Se encaramó a la silla con soltura y se puso un babero blanco de borde azul.

-El nudo- pidió.

La madre se le acercó y con una maestría que solo da la práctica, le hizo un nudo simple. Esperaba un «gracias», pero no llegó. Aún así sonrió, se alegraba de que su hijo siguiera siendo pequeño, que siguiera acudiendo a ella, desamparado, cuando se había hecho daño o tenía miedo, que la necesitara para cosas como atarse el babero, que le pidiera un cuento antes de acostarse y que la viera como una especie de diosa, capaz de todo lo que se propusiera. La hacía sentir necesaria y era una sensación que la llenaba por completo.

-¿Qué hay de comer?- preguntó mientras hacía surcos en el mantel con la cuchara.

-Guiso especial- contestó mientras lo repartía en dos platos.

El niño puso una mueca de desagrado nada disimulada.

-¡Qué asco!- se quejó.

La madre lo miró, sorprendida.

-¿No te gusta mi guiso especial?- inquirió.

El niño negó enérgicamente con la cabeza mirando a su madre con ojos desafiantes. Un pequeño acto de rebeldía, que por el bien de su futura educación debía ser neutralizado.

-Pues si lo has comido muchas veces- le dijo a su hijo- y nunca has dicho nada.

La madre le puso el plato delante, pero el niño lo apartó bruscamente de delante de él. El caldo bailó peligrosamente, pero no se derramó.

-Pues me da asco- se reafirma el niño- no me lo voy a comer.

La madre se sentó frente a él, cogió su cuchara y empezó a comer de su plato, sin prisa, para evitar quemarse. Observó a su hijo con calma. Aún a pesar de lo que había dicho, no miraba la comida con asco. Es más, se notaba que tenía hambre. Así que había otra razón para que no quisiera comer. Solo se le ocurrió una.

-¿Cuál de tus amigos te ha dicho que el guiso está malo?- dijo, como afirmándolo.

El niño la miró boquiabierto, como si le hubiese sacado las palabras de la mente.

-Ninguno- refunfuñó, tras recomponerse- me da igual lo que digan mis amigos, yo hago lo que quiero.

La madre ocultó una sonrisa. Debía mostrarse segura e implacable ante su hijo, o no sería capaz de convencerle.

-No es malo tener en consideración lo que dicen tus amigos- comentó, como de pasada.

El niño seguía igual, jugando con la cuchara. En apariencia, no hacía caso. Pero ella sabía perfectamente que le prestaba toda su atención.

-Pero ellos son igual de listos que tú- siguió su madre- así que pueden estar equivocados cuando te dan consejos. Si tú les hubieses dicho que el guiso sabe bien, ¿crees que te hubieran hecho caso?

-Pues no, porque está malo- respondió el niño.

La madre frunció levemente el ceño y tomó una nueva cucharada del guiso.

-Pues a mí me gusta- comentó ella- no me parece que esté malo.

-A mí no me gusta-recalcó el hijo- me da igual que te guste a ti.

Había caído en la trampa. La madre se sintió como una cazadora a punto de atrapar a su presa.

-Entonces, ¿a algunos les gusta y a otros no?- sugirió.

El niño se lo pensó unos segundos, pero finalmente asintió.

-Así que, aunque tus amigos digan que está malo- razonó ella- solo significa que está malo para ellos, ¿no?

No hubo respuesta, el niño se removió inquieto en su silla. Ya faltaba poco.

-Y tú has dicho que te da igual lo que digan tus amigos- recordó la madre- así que por lo menos deberías probarlo, para saber si este guiso te gusta o no.

La madre empujó suavemente el plato y lo volvió a colocar frente al niño. Este lo miró indeciso, pero probó una cucharada. Luego se quedó mirando el plato, sin saber qué hacer.

-No hace falta que te guste un montón- matizó la madre- con que te lo comas, basta.

El niño llenó una cucharada más y se tomó. Victoria. La madre sonrió y siguió dando cuenta de su plato.

-Mamá- dijo de pronto el niño, con un gran tropezón de carne en la cuchara- ¿entonces el canibalismo no es malo?