sábado, 28 de abril de 2012

Realidades

-Raúl, te presento a Helena.

Esas son las primeras palabras que oigo al entrar. Anteriores incluso a cualquier saludo. Hacía una eternidad que no asistía a una de las «reuniones informales» (se negaba a que las consideraran fiestas) de Iván. No tenía intención de ir, suelo declinar todas las invitaciones educadamente, nunca disfruto de este tipo de acontecimientos. Y no por Iván, que es amigo mío: me gusta ir a tomar algo con él de vez en cuando y ponernos al día, pero en sus fiestas hay mucha gente y mi cabeza bulle, febril, tratando de encontrar temas de conversación originales cuando estoy frente a personas que apenas conozco o directamente me son desconocidas. Siempre acabo yéndome temprano, arrepentido de haber acudido.

Pero Iván había insistido mucho, demasiado para tratarse de simple amabilidad. Tenía un interés especial en que fuera, por más que jurara lo contrario. Así que, como tampoco tenía plan, decidí complacerle.

Ahora todo parece aclararse: quiere emparejarme con una amiga suya o de su novia. La tal Helena es una chica flaca, bastante morena, de pelo oscuro, destellante de tan liso que lo lleva.

-Encantado- murmuro.

Ella sonríe mientras avanza hacia mí para darme los dos besos que deben dar por finalizada la presentación. En el primero me humedece la mejilla con algo de bebida que le queda en la comisura de los labios. El segundo apenas me roza.

-Igualmente encantada- responde, sin dejar de sonreír. Iván me guiña un ojo y se aleja para incorporarse a alguna conversación, la que quiera; no por nada es el anfitrión y puede inmiscuirse con un «¿Qué tal lo estáis pasando?» o un «me alegra que hayáis venido». Nos deja solos. Mi cabeza comienza su desesperado brainstorming.

-¿A qué te dedicas?- me pregunta, cortés.

Siento cierto alivio, aunque no puedo evitar considerar un fracaso el que ella rompa el hielo.

Me planteo mentir. ¿Por qué no inventar una identidad falsa, mucho más atractiva que la mía? Incluso si me saliera mal y acabara descubierto, podría alegar que es una broma inocente. Al fin y al cabo lo sería. Puedo decir que soy astronauta, domador de leones, piloto de carreras, inventor, escritor, crítico gastronómico…

Pero al final me acobardo.

-Soy masajista- respondo sinceramente, sin pizca de orgullo o vergüenza- trabajo en un centro no muy lejos de aquí.

Ella arquea las cejas, sorprendida.

-No tienes pinta de masajista- comenta.

Ahora soy yo el sorprendido. ¿Qué es tener pinta de masajista? Trato de imaginar el estereotipo. ¿Llevar una camisa blanca de tela con el cuello abierto y tener las manos pringosas de aceite? Me viene a la mente como habría sido venir a la fiesta con las manos aceitosas. Los apretones de mano serían infinitamente más divertidos.

-¿Y de que tengo pinta?- pregunto, animado.

Helena frunce el ceño mientras me mira de arriba abajo.

-De burócrata o algo así- responde al fin.

La imagen mental se desvanece, y da paso a otra realidad paralela, en la que voy pidiendo a todos los que entablan conversación conmigo que firmen tal o cual documento no vinculante, mientras digo «puede utilizar mi pluma», sacándome una del bolsillo. Salgo de mi ensoñación y me miro el traje. Es sobrio, de colores apagados, pero ninguno de los otros invitados (masculinos) lleva una chaqueta que no hubiera podido llevar a un funeral sin quedar en ridículo

-Es más por tu cara que por cómo vas vestido- matiza, al ver mi desconcierto.

Me siento un poco ofendido (tener cara de burócrata no parece un cumplido), aunque por supuesto no lo demuestro, es un comentario inocente.

-¿Y tú a que te dedicas?- le pregunto con algo de malicia.

Ella parece pensárselo.

-A ver si lo adivinas- propone.

La miro, indeciso. No quiero molestarla diciendo algo inadecuado. Ella no parece percatarse de mi malestar, y me mira con sonriente interés. Le echo un vistazo de arriba a abajo, como si la estuviera escaneando.

-¿Burócrata?- sugiero con una sonrisa tímida.

-Frío, frío- responde. Lleva un vestido negro sin adornos ni brillos. Tampoco es demasiado sugerente. Por la descripción puede parecer un vestido mediocre, pero no está del todo mal: no es de burócrata. Agradezco que lleve algo así, demasiado escote me incomoda.

-¿Estrella de cine?- aventuro, sabiendo que no. No habría podido ni acercarme a ella si hubiese sido así. Y no porque hubiese ido de diva, simplemente tendría demasiado gente encima como para plantearme ir a saludar.

Helena me mira con reproche fingido. No ha dejado de sonreír desde que nos han presentado. Me cuesta creer que alguien pueda mantener tanto tiempo una sonrisa cortés sin dar siquiera una muestra de cansancio. ¿Y si es una sonrisa sincera? ¿Y si es de natural alegre? La posibilidad me anima.

-Va, en serio- dice.

Me rasco la cabeza y acepto una copa que me ofrece Iván, aparecido de la nada, tras lo cual me palmea la espalda y vuelve a desaparecer.

-¿Periodista?- pruebo, tras dar un sorbo a mi bebida.

Helena sacude la cabeza negativamente, como siguiendo un compás que solo ella puede oír. Se lo está pasando mejor que yo.

-Dame una pista o algo- le pido. Visto que «tener cara de» no implica serlo, no me siento capaz de acertar. Es como intentar averiguar la opinión política de alguien por el color de sus ojos. De todos modos, ya no me siento incómodo, lo cierto es que estoy pasando un rato agradable.

-Un par de intentos más y te doy una pista- promete.

Me pongo a cavilar, no quiero decir cosas por decir. Pero lo cierto es que no se puede emplear razonamiento alguno. Lo único que sé es que es conocida de Iván y que ha dicho «frío, frío» a burócrata.

-¡Hombre, Raúl!- grita alguien.

Me giro, sobresaltado. Es Gregorio. Frunzo el ceño: si está Gregorio, Rebeca no andará lejos.

-Hola, Gregorio- saludo con más frialdad de la pretendida.

-¿Cómo andas?- me pregunta, jovial, mientras me estrecha la mano enérgicamente.

Cuando era más joven, Gregorio era grande y muy gordo. Pero se tomó en serio lo de su aspecto y ahora, aunque sigue siendo grande, está en plena forma. Da la impresión que podría triturarme la mano solo haciendo fuerza.

-No me quejo- gruño- ¿y tú?

Gregorio echa un rápido vistazo a Helena y con igual celeridad vuelve a mí.

-Bien, bien- responde.

-¿Dónde está Rebeca?- pregunto bruscamente. Ya se sabe, a los enemigos, cerca.

-No se encontraba bien y no ha querido venir- contesta, haciendo un además con su manaza, restándole importancia.

-Qué pena- miento. Me alegro de que no haya venido. Rebeca era mi novia y Gregorio uno de mis mejores amigos. Lo dejamos (Rebeca y yo) de mutuo acuerdo hace algún tiempo. Esto no significa que acabáramos amistosamente, simplemente que ambos queríamos cortar. Desde entonces nos llevamos muy mal, y aunque hace mucho que no la veo, ya que nunca va a fiestas a las que yo estoy invitado, sigo profesándole la misa antipatía. Al poco de dejarlo conmigo empezó a salir con Gregorio. Él me pidió permiso y yo se lo concedí. Como no quería verla a ella ni ella a mí, la frecuencia con la que Gregorio acudía a los encuentros que organizábamos disminuyó y poco a poco perdimos el contacto. Aún no le he perdonado que nos dejara por ella.

-¿Y quién es tu amiga?- me pregunta, mirándome con complicidad.

Me pongo de mal humor, Gregorio hace gala de una cercanía de la que ya no dispone. Al parecer, para él nada ha cambiado. No ve, o no quiere ver, que ya no somos amigos.

-Helena, Gregorio- presento con desgana- Gregorio, Helena.

Los besos de rigor. Creo ver que Helena me echa una mirada de resignación, como de «otra vez será». Puto Gregorio, no tiene bastante con robarme a una chica, aún quiere más.

-¿Y de qué os conocéis?- pregunta Gregorio. Me da la impresión de que está siendo impertinente, pero perfectamente puede ser solo predisposición mía en su contra.

-Nos acaban de presentar- explica Helena- aún nos estábamos conociendo.

No sé si lo ha dicho con doble sentido. Para mí sí. Para Gregorio, parece que no.

-Pues ponme al día, por favor- pide Gregorio alegremente- ¿A qué te dedicas?

Miro a Helena, expectante. Ella me mira y en sus ojos percibo disculpa, tal vez porque se va a fastidiar nuestro pequeño juego. ¿Estaré imaginando lo que no es? No tengo un máster en psicología femenina, pero hay algunos gestos que me parecen inequívocos.

-A nada- confiesa.

Ninguno de los dos responde. ¿Está en el paro? Me extraña, o no habría encontrado divertido el juego. Ni siquiera habría preguntado sobre mi trabajo, porque yo tendría que preguntar después por el suyo... O tal vez ya lo sabía y simplemente su sonrisa no era sincera. Siento la garganta amarga, no debería haber venido.

-Me tocó la lotería- explica, interrumpiendo mi ataque de autocompasión- premio especial.

Abro la boca, sorprendido. Gregorio lanza un silbido adulador.

-¡Felicidades!- exclama- parece increíble que le pueda pasar algo así de bueno a alguien.

Helena sonríe con cortesía.

-Sí, la verdad es que tuve surte- murmura, mientras le da vueltas a un hielo en su copa vacía.

Me siento aturdido, como si me hubiesen zarandeado con fuerza.

-¿Quieres que te vaya a buscar una copa?- me ofrezco.

Estoy tenso, solo tengo ganas de alejarme un rato y poder organizar mis pensamientos. Un par de minutos me bastan.

-Si no te importa… - acepta ella.

Sin esperar más respuesta, me escabullo entre los demás invitados. No sé si Gregorio quería acompañarme, pero no me arriesgo a darle la oportunidad. Me alegro de que sea tan grande, aunque decida seguirme, su tamaño le impedirá culebrear entre los invitados como yo lo hago.

Llego a la barra y me quedo esperando, sin prisa. Sorprendentemente no hay demasiada gente tratando de ser atendida.

-¿Qué desea?- me pregunta un barman, demasiado pronto para mi gusto.

No recuerdo que bebía ella. Recuerdo que me ha dejado un poco de bebida en la mejilla, por lo que si me paso un dedo húmedo por ahí y luego lo pruebo, sabré que bebida es. Pero los ojos del barman están fijos en mí, me siento cohibido. Así que le pido lo que estaba bebiendo yo. Solo una copa, aunque la mía también está vacía; lo encuentro demasiado irrespetuoso hacia Gregorio, que no tenía copa y finalmente no parece haberme seguido. Me alegro de ello, no quiero quedarme a solas con él, seguro que trataría de darme consejos amorosos basados en sus propias experiencias, en parte con Rebeca. Y no quiero ni oír hablar de ella.

-Aquí tiene- dice el barman mientras me tiende la bebida.

La cojo y tras una leve vacilación, me la bebo de un trago. La garganta empieza a arderme, pero me controlo y consigo no escupirlo.

-Otra- digo sintiendo náuseas por la falta de costumbre.

El barman me mira sorprendido, pero me pone la segunda copa al momento. Vuelvo mucho más lentamente, muy atento a los brazos que aparecen de pronto aquí y allá, propiedad de invitados que gesticulan más de lo conveniente a la hora de contar sus historias. Me pregunto cuanta gente acabará recibiendo un tortazo que no venía a cuento. Alguien intenta cogerme la copa, tal vez al confundirme con otra persona, pero soy lo bastante rápido para evitarlo. No he conseguido aclararme nada, me toca confiar en las mágicas propiedades del alcohol.

Oigo unas potentes carcajadas. Son de Gregorio, sin duda: su risa no ha cambiado nada con los años. Sorteo a un grupo y veo a la pareja: ambos ríen intensamente. Me siento traicionado, pero no altero mi ritmo. Tardan unos segundos en percatarse de mi presencia, me siento ultrajado.

-Aquí tienes- digo secamente cuando los ojos de ella se encuentran con los míos.

-Muchas gracias- responde, aceptando mi copa.

Le da un sorbo y no se sobresalta. Tal vez he acertado de casualidad, o igual tanto le da que beber.

-Le estaba contando batallitas de los viejos tiempos- me dice Gregorio.

Sonrío, muy a mi pesar. Los viejos tiempos. Los buenos tiempos. El alcohol me ayuda a evocarlos. Cuando aún tenía el amor de Rebeca y la amistad de Gregorio. Cuando aún me permitía despreciar el paso del tiempo. Cuando aún no era del todo descabellado pensar en llegar a ser astronauta, domador de leones, piloto de carreras, inventor, escritor o crítico gastronómico.

-Me estaba contando cuando…- dice Helena, entusiasmada.

-…cuando le enviamos a Iván «el paquete»- la corta Gregorio.

Ambos me miran expectantes, buscando una confirmación. Suelto una carcajada al recordar el momento.

-Marcó un antes y un después- confirmo con una media sonrisa, mientras mi mente vaga por el pasado.

-Te dije que se acordaría- le dice Gregorio a Helena.

Ella asiente, sin dejar de mirarme. Mi malestar vuelve a desaparecer. Y de nuevo veo algo en los ojos de ella, ¿tal vez…?

-¿Cómo se os ocurrió?- pregunta. Está resultando una buena noche, a pesar de todo.

Miro a Gregorio y él me mira a mí. Tras un par de segundos, se encoje de hombros.

-No lo recuerdo, la verdad- confiesa.

Antes de que pueda responder, aparece Iván de la nada, al parecer decidido a solventar todos mis problemas y le pasa cómo puede un brazo por encima del grueso cuello a Gregorio, obligándole a avanzar mientras le pone una copa en la mano.

-¡Gregorio!- exclama- Me alegra que hayas venido.

Me pregunto si Iván ha estado atento todo el rato, acechando desde la multitud, esperando el mejor momento para intervenir. Gregorio se despide precariamente y se deja llevar. Pronto la multitud los engulle. Volvemos a estar relativamente solos. Le doy mentalmente las gracias a mi amigo, aunque tengo que admitir que Gregorio estaba ayudando a animar la conversación.

-Así que millonaria, ¿eh?- comento- debes sentirte muy afortunada.

Ella asiente, avergonzada.

-Sé que hay gente que lo merecía mucho más que yo- dice- pero el azar no entiende de estas cosas.

No me gusta esa clase de modestia (bueno, en realidad ninguna), ni el sentirse mal por haber tenido un golpe de suerte.

-No te disculpes- le digo- si te ha tocado, pues te ha tocado.

Ella asiente agradecida, pero no demasiado convencida. Es difícil convencer a alguien de lo contrario a lo que cree, incluso si le es beneficioso el cambio. Me quedo callado. Millonaria. Como ha dicho Gregorio, cuesta creer que realmente haya gente a la que le toque la lotería. ¿Qué se sentirá? No quiero interrogarla sobre su dinero, pero lo cierto es que todo lo que me viene a la mente es eso.

-Tu amigo es muy simpático- comenta Helena, al ver que no reacciono.

Durante una fracción de segundo dudo si se refiere a Gregorio o a Iván. Luego recuerdo que ella es amiga de Iván, por lo que no tiene sentido que lo llame «tu amigo».

-Todos hacen buenas migas con él enseguida- le digo. Y es cierto. Quizás sea por su complexión, o por su cara (que no es de burócrata), o por su tono de voz, pero a todos les cae bien Gregorio. Bueno, menos a mí.

-Menos tú- matiza ella.

La miro, sorprendido. ¿Tanto se nota mi antipatía? Supongo que no es tan descabellado darse cuenta de lo que piensa alguien en función de que expresiones pone; sin ir más lejos, yo llevo suponiendo lo que piensa Helena únicamente por sus miradas.

Por primera vez, no sonríe. Se me antoja una cara falsa, irreal, una especie de máscara debajo de la cual está la verdadera Helena sonriendo.

-Sí, menos yo- admito, trastocado.

-Es raro, porque a él tú sí que le caes bien- dice con tono suave.

Me empiezo a sentir irritado. Si hay un tema sobre el que no me gusta hablar, es sobre Rebeca. Y si hay algo que no soporto, es que me hagan sentir culpable.

-No se le puede caer bien a todo el mundo- gruño a la defensiva- si no se da cuenta, es su problema.

Helena bebe un sorbo de su bebida, visiblemente incómoda, no hay lugar a interpretación.

-Pero sí que se da cuenta- responde pasados unos de los segundos de silencio más incómodos de mi vida- Sabe que le guardas rencor.

Aún a pesar de lo molesto que estoy, no puedo evitar quedármela mirando con cara de profunda confusión. ¿Gregorio lo sabe?

-¿Y por qué actúa como si no se diera cuenta?- inquiero- ¿Qué te ha dicho?

-No me ha dicho nada- responde Helena- pero es obvio por cómo te mira.

Me quedo callado, tratando de poner mis ideas en orden.

-¿No te ha dicho nada?- repito, con calma- Es decir, que lo dices por su lenguaje corporal.

Helena asiente y le da otro sorbo a su bebida. Aún no sonríe, y no creo que vuelva a hacerlo delante de mí. Maldita Rebeca, aún sin haber venido lo ha estropeado todo. ¿Lo tenía todo planeado? ¿Será Rebeca, así como Iván parece haber asumido la tarea de mi ángel de la guarda, mi mala fortuna? Pensar en ella me pone de mal humor. Me invade una especie de ira incontrolable.

-Voy a hablar con Gregorio- decido de golpe, y me pongo a caminar por donde Iván le ha arrastrado. Helena me sigue con la mirada, no dice nada, ni me acompaña.

Gracias al gran tamaño de Gregorio, no tardo en encontrarlos. Están hablando los dos solos. Iván me ve antes de que les alcance y me saluda amistosamente. Gregorio se gira y me saluda también, aunque no demasiado enérgicamente.

-Hola- les saludo, mientras repaso lo que quiero decir para evitar quedarme en blanco.

-Raúl, siento haber estado incordiando- se adelanta Gregorio- me acaba de explicar Iván que os está haciendo de Celestina.

Su disculpa me sienta bien, aunque pronto me planteo que bien puede ser fingida.

-No era muy difícil darse cuenta- le increpo, cortante.

Gregorio desvía la mirada. Resulta curioso ver a un hombre tan imponente con un aspecto tan desvalido.

-Bueno, ¿cómo lo llevas?- me pregunta Iván, tratando de relajar el ambiente.

Suspiro, derrotado.

-Se ha ido todo a la mierda- refunfuño- y para otra vez, pregúntame primero.

Iván se encoge de hombros, como si no me estuviese dirigiendo a él.

-Es que ha sido todo muy rápido- se defiende- la conocí hace poco y me pareció que encajabais muy bien. En parte esta reunión informal era para presentártela.

Me asalta de pronto una duda.

-Oye, ¿de qué la conoces?- le pregunto.

-Trabaja conmigo, se incorporó hace un par de semanas- me explica, como de pasada- me pareció una chica muy simpática, por eso te la quería presentar…

Durante un instante, no encuentro nada discordante en esa frase. Pero enseguida se hace evidente. «Trabaja conmigo». Iván es funcionario. Por tanto, Helena también lo es. Helena es burócrata. Suelto una única carcajada, seca, que me raspa la garganta.

-Nos ha dicho que le tocó la lotería y que no trabaja en nada- dice Gregorio.

Iván niega enérgicamente.

-Me habría enterado de algo así- niega él.

Los tres nos quedamos callados unos segundos. Me pregunto cómo se sentirá Iván. Aunque es cierto que hace poco que se conocen estoy seguro que siente que es él quien tiene que responder por ella, al ser su único conocido entre la multitud.

-No tiene sentido- comenta Gregorio- a la fuerza la íbamos a descubrir tarde o temprano.

Pero claro que tiene sentido. Astronauta, domadora de leones, piloto de carreras, inventora, escritora, crítica gastronómica… millonaria. Con razón sonreía, primero al gestar la broma y posteriormente al comprobar su éxito.

-Voy a hablar con ella, si no os importa- dice Iván.

Me planteo si detenerlo e ir en su lugar. Pero lo cierto es que no sé qué decirle. Aprovecharé la ocasión para hablar con Gregorio. Iván se disuelve entre la multitud.

-Siento haberte fastidiado la noche- se disculpa Gregorio de nuevo- yo solo pretendía ser amable.

Le miro, sin decir nada.

-Sé que no te caigo bien- continúa Gregorio ante mi ceñuda mirada- pero en serio que me alegraría mucho que volviéramos a ser amigos. A Rebeca también le haría mucha ilusión que me perdonaras.

-¿Qué te perdonara?- repito sin entender. ¿A él? ¿Y ella qué?

Gregorio asiente.

-Siempre habla maravillas de ti- me explica- pero no quiere verte porque dice que sufriría sabiendo que estás enfadada conmigo.

Me quedo atónito. ¿Me está tomando el pelo?

-Por eso trato de venir de vez en cuando, aunque tenga que hacerlo sin ella- explica con tono amargo- confiaba en que apelando a nuestra antigua amistad acabaras perdonándome. Pero veo que es en vano.

Abro la boca para decir algo, pero no encuentro las palabras adecuadas. Todo el diálogo que traía perfectamente estructurado se ha hecho añicos.

-No tienes que disculparte- me interrumpe innecesariamente- si no te nace, no se puede hacer nada.

Por primera vez en mucho tiempo, la sombra de Rebeca tras Gregorio desaparece. Ahora solo veo a un hombre grande y triste, con mirada de amarga resignación.

-No me caes mal- le digo, sin tener muy claro si es verdad o mentira, o eso solo lo deciden las circunstancias.

-No soy ciego- me dice Gregorio- te digo que no pasa nada, no hace falta que hagas esto.

El derrotismo de Gregorio me frustra. Hace escasos minutos me habría alegrado de verlo cabizbajo, pero una vez desvinculado de Rebeca, todo cambia.

-Mira, es cierto que te guardo rencor por elegirla a ella antes que a nosotros, pero no me caes mal.

-¿Elegirla a ella?- pregunta, confuso- dejé de ir con vosotros por cómo me tratabas.

Viene a mi mente un pasado difuso e inconexo, en el que soy enorme y corpulento, mientras Gregorio es un ser pequeño y patético. Me llego a plantear si algo así ha ocurrido. Pero mi realidad se impone.

-¿Qué? Dejaste de venir porque Rebeca no quería verme y yo a ella tampoco.

-Rebeca empezó a ser brusca contigo cuando se dio cuenta que echaste por tierra nuestra amistad solo porque yo salía con ella- dice- Aún entonces, ella esperaba que fuese algo temporal y que pronto volveríamos a ir todos juntos. Pero cuando empezaste a ser brusco también con ella, le afectó mucho y decidió que no quería volver a verte hasta que hiciéramos las paces.

Todo mi mundo se resquebraja. ¿De dónde sale esta nueva realidad? Aún trato de resistirme a ella.

-Pero Rebeca y yo nos llevamos fatal- digo, aturdido- me odia.

Gregorio pone una mueca, tal como si le hubiese pateado.

-A veces creo que te quiere más que a mí- me dice- siempre veo el reproche en sus ojos cuando tiene que declinar una invitación a una fiesta porque tú vas a ir.

-¿Me tomas el pelo?- le pregunto, como última esperanza.

-Raúl- dice, muy seriamente- sé que a ti no te importa nada, pero para nosotros es muy importante. Por favor, no te burles de nosotros.

Entonces, de la nada, aparece Iván, que me pone la mano suavemente en el hombro.

-Raúl, Helena quiere hablar contigo- me informa, mientras ejerce una leve presión que me obliga a retroceder.

Gregorio se despide con la mano. Trato de decirle algo, pero se da la vuelta y se dirige a la salida.

-No está todo perdido- trata de animarme Iván mientras me va guiando- le gustas.

No opongo resistencia y me dejo llevar. De pronto, estoy frente a Helena; Iván ya no está.

-No soy millonaria- admite nada más la miro- no lo he hecho con mala intención, era una broma.

-No tiene mayor importancia- le digo con sinceridad- no me ha molestado.

Ella sonríe de nuevo, aliviada.

-Me alegro- confiesa- no querría que te llevaras una mala impresión de mí por un malentendido.

-Sí- respondo, con voz ronca- es importante hablar las cosas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario