miércoles, 28 de septiembre de 2011

Comodidad

Mi estómago rugió airado, pues ya hacía varios días que no probaba bocado. No es que estuviese realizando una dieta especialmente estricta, simplemente no se me había presentado la oportunidad de llevarme algo a la boca. Salí de mi casa con la vaga esperanza de encontrar cualquier cosa comestible, pero solo me rodeaba el paisaje de todos los días. Suspiré, derrotado y me senté en el suelo. Cualquiera de mis congéneres me miraría con una mezcla de desprecio y lástima, ¿dónde se había visto a un Monstruo del Bosque abatido y derrotado porque tenía hambre? Algunos se me acercarían para reprenderme e instarme a salir a cazar. Lo cierto es que ya lo he intentado muchas veces, pero el botín siempre era demasiado escaso; ya no quedaban animales de un tamaño suficiente por los alrededores, todos habían huido hacia la espesura. No les culpaba, la Ciudad había ido devorando inexorablemente el bosque; ya se podían ver los enormes titanes de hormigón y cristal desde mi humilde casa de barro y piedra. Miles y miles de humanos correteando despreocupadamente por sus caminos… Sería tan fácil, tan fácil…

Sacudí la cabeza. Debía desechar la idea: Siempre que un Monstruo del Bosque iba a alguna Ciudad y devoraba un humano, acababa volviendo a por más. Nadie le había dicho por qué, pero volvía una y otra vez hasta que lo capturaban. Lo que pasaba después, ningún Monstruo lo sabía, pero no era difícil inferirlo.

Esa determinación me duró aproximadamente unos veinte minutos. No cometería los mismos errores que los demás, saciaría mi hambre y ya pensaría en algo con el estómago lleno. No tardé ni diez minutos en llegar al límite del bosque. Desde allí, las luces nocturnas de la ciudad perfilaban las sombras de los transeúntes que caminaban a varios metros de mi posición. Me sorprendí de lo cerca que estaba el límite del bosque del inicio de la Ciudad. No tardaría ni un minuto en abalanzarme sobre alguno y arrastrarlo a la seguridad de los árboles, donde ya nada podría detenerme.

Me moví con sigilo, aún cubierto por el manto de la noche. Busqué con ojos expertos una presa aislada y distraída. Un hombre estaba sentado en un banco de piedra dando la espalda a mi posición, mientras lanzaba volutas de humo al cielo sin estrellas. Me aproximé con agilidad hasta colocarme a su espalda. Flexioné las piernas, dispuesto a dar un potente salto atrás en cuanto tuviera afianzada a mi presa. Avancé las garras con determinación…

Y el hombre lanzó una colilla despreocupadamente hacia atrás. Me golpeó en la mejilla y no pude evitar soltar un gruñido. Mi víctima se giró sobresaltada, pero no le dio tiempo a hacer nada más; le cogí con fuerza del cuello. El hombre abrió la boca, como si fuera a gritar, pero no pudo emitir sonido alguno. Tiré de él con todas las fuerzas de las que fui capaz y lo levanté de su sitio. Me golpeó en el brazo con algo metálico pero sin filo, pero la posición en la que se encontraba no le permitió imprimirle suficiente fuerza al golpe, por lo que apenas me dolió.

El resto fue coser y cantar. Le arrastré al bosque, allí lo maté y posteriormente lo devoré. La carne no era lo mejor que había probado, demasiado fibrosa, aunque mi estómago no se mostró exigente y me supo a gloria.

No podía dejar de pensar en lo extremadamente sencillo que había resultado. En una hora escasa había conseguido alimento suficiente para un par de días.

Así que, cuando el hambre volvió a llamar a mi puerta, volví a la Ciudad.

Que puedo decir, me rindo a sus comodidades.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

A su debido tiempo

Me levanto una mañana como otra cualquiera. Supongo que tiene algo de especial, anqué su relevancia sea mínima. Voy, amodorrado, a prepararme el desayuno y encuentro en mi sitio de la mesa de la cocina una enorme tostada recubierta de algo que no puedo identificar. Justo en frente, hay otro plato con otra tostada y un café humeante.
-Hola –saluda quien ha preparado ambos desayunos.
No respondo de inmediato. No es que no tuviera ganas, es que mi cerebro trataba de procesar toda la información simultáneamente, y eso me deja poco margen de acción. Aquí hay cosas que no encajan.
En primer lugar, en mi casa no tengo un pan adecuado para hacer tostada y mucho menos dispongo de aquella extraña sustancia que no me atrevo a calificar de mermelada por no poder relacionar el color con ninguna fruta. En segundo lugar, vivo solo, por lo que nadie me debería haber hecho el desayuno. Y, en tercer lugar, porque quien me ha saludado… soy yo. O mejor dicho, alguien exactamente igual que yo.
-Hola- respondo con un hilo de voz.
Mi otro yo me hace un gesto para que me siente y obedezco mecánicamente, aún sin pleno control de mí mismo.
-Prueba la tostada –sugiere- Te gustará.
Miro mi plato y no puedo evitar que unas arrugas de asco se formen en torno a mi nariz. Miro a mi interlocutor enarcando una ceja, pero él sonríe ampliamente y da un mordisco a la suya con confianza. Creo saber distinguir cuando alguien finge que le gusta una comida y este no parecía el caso. Miro de nuevo mi tostada y tras unos segundos de vacilación, la cojo con cuidado de no mancharme los dedos con la salsa que, aunque no llega a desparramarse, cubre casi por completo la superficie del pan. Un examen olfativo no me revela nada, el alimento despide un olor neutro. En realidad, esto es bueno, una gran parte del sabor proviene del olor. Si no huele mal, tampoco tendría porque saber mal.
Doy un bocado tímido y me sorprendo al descubrir que la salsa es caliente y no fría como había supuesto; el pan está más bien frío, por lo que no ha sido accidental, aquel mejunje se sirve caliente. Trago y me doy cuenta de que no he realizado mi veredicto, demasiado sorprendido por las condiciones térmicas como para percatarme de nada más. Mi acompañante me mira expectante y hace un gesto de cabeza, como diciendo: “¿Qué tal? ¿Te gusta?”. Finjo que me lo pienso y doy otro bocado. El pan es bastante dulce y la salsa, sea lo que sea, es un poco salada. Al principio mis papilas rechazan la combinación, pero acaban por pedir más.
Termino la tostada ante la complacida mirada de mi mismo. Con ayuda de la lengua, acabo con los restos que me han quedado adheridos a los dientes.
-Estaba rico –comento. Lo cierto es que está mucho mejor que lo que suelo desayunar normalmente.
-Ya sabía que te iba a gustar –dice.
Trato de pensar que es un comentario casual y no una especie de mensaje con doble sentido insinuando que es mi yo del futuro.
-Soy tu yo del futuro –proclama, tornando vanos mis esfuerzos.
No respondo de forma inmediata. De nuevo, sobrecarga de información. Y eso que solo ha sido una frase. Al cabo del rato, me repongo.
-¿Y qué haces aquí?- le pregunto.
-Pues traerte esa tostada –explica- Sin mi ayuda, habrías tardado años en descubrirla.
Le miro. No parece más viejo que yo, aunque en el “Mundo del Mañana” eso puede no significar nada.
-Pues muchas gracias –digo- La verdad es que ha sido de lo mejor que he desayunado nunca.
Mi otro yo asiente, alagado. Se acaba su café y se levanta perezosamente.
-¿Te vas? –le pregunto, sorprendido- ¿No me vas a contar nada sobre el futuro?
Durante un segundo parece meditarlo, pero niega suavemente con la cabeza.
-Te aburrirías- confiesa- Mejor ves descubriéndolo tú.
Quiero protestar, pero no me da tiempo. Mi yo futuro se esfuma en el aire. Me pregunto si se ha levantado solo para hacer ver que se iba o realmente le era forzoso hacerlo. Supongo que tarde o temprano lo sabré.
Recojo los platos y los aclaro en la pila. Rasco un trozo de aquella substancia que aún me es desconocida de uno de los platos y los dejo a remojo.
Tal como había supuesto, el resto del día resulta de lo más anodino. Me consuelo sabiendo que al día siguiente podré desayunar esas deliciosas tostadas con…
Me quedo paralizado.
-¡Mierda! –mascullo- Me olvidé de preguntarle que era.
Mientras, en el futuro:
-¡Mierda! –masculla el viajero del tiempo- Me olvidé de decirle que era.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Cuestión de tamaño

El mundo es un lugar cruel, eso es algo que aprendemos desde bien pequeños. Pero es raro, porque nuestra vida es difícil precisamente por cómo vivimos. Podíamos haber elegido una vida más tranquila lejos de “Ellos”, pero al final decidimos quedarnos en sus dominios, pues indirectamente nos proporcionan lo necesario para sobrevivir. Así que, en cierto modo, somos parásitos y creo que ellos nos odian precisamente por eso. Porque nos odian, nos odian con toda su alma. Debemos escondernos donde no puedan alcanzarnos, ni siquiera detectarnos, pues una vez lo han hecho, difícilmente se puede evitar la desgracia.

Por eso actuamos cuando ellos salen a cazar o duermen, bajo el manto de la oscuridad, siempre con el corazón en un puño, pues una aparición fuera de hora suele significar la muerte. Vivimos, en gran medida, de lo que ellos desechan como inservible, aunque cuando la situación se torna crítica no hay más remedio que realizar incursiones en sus provisiones.

Muchos de los nuestros también les odian a ellos, pues prácticamente todos hemos perdido a alguien cercano en una expedición. Personalmente, yo no les odio. Les temo, pues sé que mi vida depende de ello. Pero no puedo odiar a quien, aunque no sea deliberadamente, me da un hogar y alimento; y del mismo modo que actúa para acabar conmigo, también lo hace contra mis depredadores. Así que estoy vivo gracias a ellos. Esto no significa que de vez en cuando, tras alguna de sus matanzas más crueles, sienta que estaría mejor sin ellos. Por supuesto, si hubiera algún modo igual de eficaz para tener este nivel de vida sin necesidad de parasitarles, estaría encantado de emplearlo.

Siempre me he preguntado cómo empezó esta mala sangre contra nosotros. Muchas otras criaturas, que en mi opinión les perjudican mucho más, no son tan odiadas como nosotros. Así que supongo que tienen prejuicios, aunque no puedo culparles, también nosotros los tenemos. Pero incluso los prejuicios provienen de algo… Tal vez nuestro aspecto les parezca repulsivo. Será mejor dejarlo, no voy a sacar nada en claro de divagar.

Ya desde hace un tiempo, me asalta de vez en cuando un pensamiento. Un deseo. Posteriormente me siento culpable, pues sé que no está bien desear el mal a nadie.

Pero me gustaría que apareciera una raza más grande, más poderosa… Y igualmente cruel e irrespetuosa con los más débiles.

Así los Gigantes sabrían lo que es ser Hombres.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El poderoso de los poderosos

Muy lejos, en el vasto océano, hay una isla. Nadie ha desembarcado nunca en sus costas, pero está habitada desde tiempos remotos. La población, como todas las sociedades cerradas, teme los misterios del exterior, pues de él solo les llega desgracia en forma de potentes vientos y lluvia. Pero, muy de vez en cuando, el mar implora su perdón ofreciendo presentes que deposita delicadamente en las costas. Son objetos misteriosos, algunos de brillantes colores, algunos duros y algunos tan ligeros que van contra la razón. Los habitantes saben que el mar solo los recoge y se los entrega, pero no los crea. Son los Poderosos quienes los fabrican para cumplir propósitos que a los humildes isleños se les escapan.

Los Poderosos pueden hacer cualquier cosa y así lo demuestran, pues ellos crean las tormentas que los azotan y hacen brillar el Sol que les da vida. Los lugareños les han visto sobrevolar el cielo mucho más alto que los pájaros y surcando el mar para ir más allá del horizonte, pues vagan sin cesar en el mar infinito. Fueron los Poderosos quienes crearon esa isla para ellos, la única isla en toda la interminable extensión de agua. Nadie sabe a ciencia cierta por qué la vida en la isla es tan dura y acarrea tanta privación y sufrimiento. Pero los lugareños la consideran una prueba: Los Poderosos están creando una isla mucho más grande y perfecta a la que trasladarán a aquellos que hayan sabido aguantar y esperar, así que deben separa a los que son dignos de los que no. Así es, todo cuanto tienen que hacer es quedarse allí nutriéndose de esas esperanzas a la espera de un mundo mejor. Por supuesto, la muerte no supone un obstáculo, pues devolverle la consciencia a quien la ha perdido es un juego de niños para los Poderosos.

Solo hay una cosa que los Poderosos no toleran y es que se invada su hogar, el infinito mar. “Nosotros en la isla y ellos en todo lo demás” reza el dicho. Aquellos que osan pisar el mar son castigados tanto por los Poderosos como por los isleños: Los Poderosos les prohíben la entrada a la nueva isla y los isleños acaban con su vida, pues bien es sabido que el que pisa el mar una vez desea volver a hacerlo.

Un día, mientras Yerenek daba un paseo por la orilla contemplando el maravilloso mar, encontró a un hombre inconsciente. Estaba completamente empapado y las olas le golpeaban una y otra vez, tratando sin duda de empujarlo lejos de un terreno al que no pertenecía. Portaba algo extraño encima de la piel, una especie de segunda piel de un color extraño, un color que solo habían visto en los presentes del mar. Yerenek corrió al poblado e informó a los habitantes. Hubo mucho revuelo, pero al final se decidió capturar al desconocido.

Hablaba una lengua extraña, desconocida para ellos, y parecía bastante asustado. Repetía una y otra vez “náufrago”. Todos tenían curiosidad, pues había venido del mar. Por supuesto, no podía ser un Poderoso, pues era claramente humano, pero podía ser un enviado de ellos con algún designio. Así que, puesto que ellos le habían enviado a través del mar, no tenía sentido matarlo precisamente por haberlo hecho.

Se acogió al Enviado en el poblado y lentamente fue aprendiendo la lengua. Además, era el único que podía tocar el agua. Todos aguardaban expectantes el día que dominara suficiente el idioma para transmitir el mensaje. No convenía presionarle, cuando los Poderosos tuvieran previsto que hablara, hablaría. El Enviado aprendió muchas cosas sobre la isla, los Poderosos y el mar. Solía asentir con gravedad cuando descubría algo nuevo.

Y un día, finalmente, les reunió a todos. Parecía muy nervioso y contagió su nerviosismo a los nativos.

-He tratado de prepararme lo mejor que he podido para este día- dijo el Enviado- Pues sé que solo tengo una oportunidad y necesito que todo quede claro.

Su tono era solemne y solo el silencio le respondía, pues todos contenían el aliento.

-Soy…- prosiguió- Un Poderoso.

Antes de que nadie dijera nada, el Enviado alzó los brazos, rogando calma. El shock (y la ira en algunos casos) era colosal, pero nadie se movió.

-Y la isla más grande más allá del mar existe- proclamó con voz grave.

Esta vez no pudo evitar gritos de asombro. Muchos lloraron de felicidad mientras otros le miraban, recelosos, pues algo en todo aquello no encajaba.

-Pero no es lo que esperáis- prosiguió- No es un lugar perfecto sin sufrimiento.

De nuevo, solo silencio. Algo se resquebraja en la mente de todos.

-Allí vivimos los Poderosos- continuó- Allí creamos los presentes que os trae el mar, y los artefactos que nos permiten volar y surcar el mar.

-Pero los Poderosos viven... Quiero decir, vivís en el mar- puntualizó un lugareño.

El Enviado meneó la cabeza, con cierto disgusto, pues si empezaban a hacer preguntas nunca acabarían.

-Vivimos en muchas islas, no solo en una- explicó- Necesitamos cruzar el mar para ir de una a otra. Aunque también se puede ir por el cielo. Pero en el mar no vive nadie. No es un lugar sagrado, podéis usarlo siempre que queráis.

Hubo gritos ahogados, pero el Enviado levantó nuevamente los brazos y suplicó silencio.

Y empezó a hablar.

Les explicó ellos no habían creado el mar ni la isla. Les explicó que ellos no enviaban las tormentas para castigarlos. Les explicó que ellos no los vigilaban ni velaban por sus destinos. Les explicó que no podían devolverle la vida a los muertos. Y les explicó que ellos no les ponían a prueba para saber si eran dignos. Todas esas creencias eran un error, fruto de una falta grave de información.

-Todas esas cosas- concluyó-, las hace Dios.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Destino

Como tantos otros antes, había alcanzado la llamada “Edad Fatídica”. Hasta ese momento, la instrucción que había recibido era genérica, le abría todos los caminos pero no le permitía emprender ninguno. Pero había llegado el momento de decidirse por uno de todos y cerrar por tanto todos los demás. No era una decisión fácil, pero ya estaba concienciada. No por nada se la llamaba “Edad Fatídica”. Ella quería estudiar Historia Contemporánea, pues estaba decidida a no dejarse embaucar por la manipulación que se le daba a la información con propósitos más o menos mezquinos. Estaba convencida de que se aprendía tanto de los errores ajenos como de los propios y la historia es una lista infinita de errores ajenos. Cada vez que surgía un tema espinoso, dudaba de su propia capacidad de juicio, se sentía inútil e incapaz de decidir, pues temía posicionarse y errar. Por tanto, siempre guardaba un silencio que le resultaba desquiciante. Todo eso cambiaría pronto, cuando eligiera su senda.

Pero aún no había nada decidido. Quedaba una última cosa por hacer antes de embarcarse en la travesía del saber. En el mismísimo corazón de la metrópolis vivía un hombre. Un hombre con un don. Simplemente con mirarte a los ojos veía claro cuál era tu futuro. Era el intermediario entre la Diosa del Destino y ellos, simples y perdidos mortales. Por supuesto, no había necesidad de obedecer sus suaves palabras, pero hasta ahora nunca había errado y todos aquellos que se presentaban ante él vivían una vida apacible, sabiéndose útiles al hacer “lo que era mejor para todos”, como decía siempre el profeta. Así que, aun sabiendo que podía trastocar sus sueños, acudió a ver a aquel hombre.

A pesar de que su consulta carecía completamente de estructura y burocracia, estaba exenta de caos. Si llegabas ante él y no era tu turno, te pedía amablemente que no regresaras jamás. Esos pobres desdichados vivían su vida con incertidumbre. Esto persuadió a mucha gente, pero aun había quien se iba con las manos vacías. El proceso fue largo, pero llegó ante él.

Ella contenía la respiración mientras él la escrutaba con ojos inexpresivos. Tardó un par de minutos y entonces la calidez volvió a su rostro. Sonrió ampliamente y la cogió de las manos, como tratando de infundirle ánimos.

“Debes morir, es lo mejor para todos”.

Esas fueron sus palabras. Ella abrió mucho los ojos, sin entender. Se levantó mecánicamente cuando él retiró sus manos. Se fue de allí, sin emitir palabra. No lo comprendía. Lo que ella quería era poseer buen juicio para no sentirse estafada. Nada más, ¿tan terrible era su delito? Al parecer, así era. Nada de lo que pudiera hacer en vida, por mucho que se esforzara, haría tanto bien como su inmediata muerte, era de locos. Pensó en toda la gente que vivía sin saber que era lo mejor para el mundo. Desde luego, si todos hacían “lo mejor para todos” el mundo sería un lugar mejor. Sintió cólera, pues aquellos que no pedían el consejo de aquel hombre estaban arruinando el mundo. Aunque más lo arruinaban aquellos que lo pedían pero no lo cumplían. Se sintió culpable, pues deseaba que todos ellos murieran cuando ella misma no estaba dispuesta a hacerlo. Porque no, no iba a suicidarse. Estudiaría Historia Contemporánea y daría lo mejor de sí. Aquello era un desafío claro al profeta y a la Diosa, pero no le importaba. Al fin y al cabo, la decisión última era suya, y de nadie más. Haría todo cuanto estuviera en su mano para derrocar a aquel erradicador de decisiones.

Desde su balcón inmaterial, la Diosa del Destino sonrió. Estaba deseando que aquella mujer triunfara y acabara con su trabajo. El horóscopo le recomendaba encarecidamente unas vacaciones.