jueves, 1 de septiembre de 2011

Destino

Como tantos otros antes, había alcanzado la llamada “Edad Fatídica”. Hasta ese momento, la instrucción que había recibido era genérica, le abría todos los caminos pero no le permitía emprender ninguno. Pero había llegado el momento de decidirse por uno de todos y cerrar por tanto todos los demás. No era una decisión fácil, pero ya estaba concienciada. No por nada se la llamaba “Edad Fatídica”. Ella quería estudiar Historia Contemporánea, pues estaba decidida a no dejarse embaucar por la manipulación que se le daba a la información con propósitos más o menos mezquinos. Estaba convencida de que se aprendía tanto de los errores ajenos como de los propios y la historia es una lista infinita de errores ajenos. Cada vez que surgía un tema espinoso, dudaba de su propia capacidad de juicio, se sentía inútil e incapaz de decidir, pues temía posicionarse y errar. Por tanto, siempre guardaba un silencio que le resultaba desquiciante. Todo eso cambiaría pronto, cuando eligiera su senda.

Pero aún no había nada decidido. Quedaba una última cosa por hacer antes de embarcarse en la travesía del saber. En el mismísimo corazón de la metrópolis vivía un hombre. Un hombre con un don. Simplemente con mirarte a los ojos veía claro cuál era tu futuro. Era el intermediario entre la Diosa del Destino y ellos, simples y perdidos mortales. Por supuesto, no había necesidad de obedecer sus suaves palabras, pero hasta ahora nunca había errado y todos aquellos que se presentaban ante él vivían una vida apacible, sabiéndose útiles al hacer “lo que era mejor para todos”, como decía siempre el profeta. Así que, aun sabiendo que podía trastocar sus sueños, acudió a ver a aquel hombre.

A pesar de que su consulta carecía completamente de estructura y burocracia, estaba exenta de caos. Si llegabas ante él y no era tu turno, te pedía amablemente que no regresaras jamás. Esos pobres desdichados vivían su vida con incertidumbre. Esto persuadió a mucha gente, pero aun había quien se iba con las manos vacías. El proceso fue largo, pero llegó ante él.

Ella contenía la respiración mientras él la escrutaba con ojos inexpresivos. Tardó un par de minutos y entonces la calidez volvió a su rostro. Sonrió ampliamente y la cogió de las manos, como tratando de infundirle ánimos.

“Debes morir, es lo mejor para todos”.

Esas fueron sus palabras. Ella abrió mucho los ojos, sin entender. Se levantó mecánicamente cuando él retiró sus manos. Se fue de allí, sin emitir palabra. No lo comprendía. Lo que ella quería era poseer buen juicio para no sentirse estafada. Nada más, ¿tan terrible era su delito? Al parecer, así era. Nada de lo que pudiera hacer en vida, por mucho que se esforzara, haría tanto bien como su inmediata muerte, era de locos. Pensó en toda la gente que vivía sin saber que era lo mejor para el mundo. Desde luego, si todos hacían “lo mejor para todos” el mundo sería un lugar mejor. Sintió cólera, pues aquellos que no pedían el consejo de aquel hombre estaban arruinando el mundo. Aunque más lo arruinaban aquellos que lo pedían pero no lo cumplían. Se sintió culpable, pues deseaba que todos ellos murieran cuando ella misma no estaba dispuesta a hacerlo. Porque no, no iba a suicidarse. Estudiaría Historia Contemporánea y daría lo mejor de sí. Aquello era un desafío claro al profeta y a la Diosa, pero no le importaba. Al fin y al cabo, la decisión última era suya, y de nadie más. Haría todo cuanto estuviera en su mano para derrocar a aquel erradicador de decisiones.

Desde su balcón inmaterial, la Diosa del Destino sonrió. Estaba deseando que aquella mujer triunfara y acabara con su trabajo. El horóscopo le recomendaba encarecidamente unas vacaciones.

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