viernes, 13 de enero de 2012

Cables

Hoy es el día. Por fin, después de tanto tiempo, ha llegado el momento de entrar en acción. Reviso con ojos nerviosos los papeles, mapas y fotografías que he colgado por todas las paredes, en busca de algo que se me haya pasado por alto, pero he sido concienzudo. Respiro hondo para relajarme y comienzo a vestirme. Primero una camisa fina y un pantalón de tela, prendas que abultan poco. Sobre estas, una camisa oscura y un pantalón de uniforme del mismo color. Para acabar, una chaqueta de uniforme de guardia de seguridad, con un bolsillo especial cosido en una zona concreta de la espalda, hecho de tal forma que apenas se advierte su presencia y menos si no se la busca. En ese bolsillo hay un explosivo. No es de una potencia devastadora, pero tiene la suficiente para mis propósitos: me propongo volar el Olympus, una torre que se construyó hace poco y que se ha vuelto bastante famosa, debido quizás a que su función es meramente decorativa.

No tengo ningún motivo en concreto para ello: ni estoy descontento con el sistema, ni se ha cometido ninguna injusticia en la que me haya visto involucrado ni pertenezco a un grupo radical. Simplemente un día me levanté, miré por la venta y lo vi a los lejos. Y pensé que el paisaje sería mejor si no estuviese, así de simple. En ese preciso instante decidí que la haría desaparecer yo mismo. Fue una especie de reto y aún me asombra todo el trabajo que he tenido que hacer para llegar a este punto únicamente porque una mañana miré por la ventana. Pero así ha sido y ahora está todo dispuesto. He conseguido el uniforme, tengo el explosivo, conozco la posición del pilar maestro, donde causaré suficiente daño estructural para desmoronar la torre y sé por dónde acceder a los cimientos sin ser descubierto.

Me pongo una gabardina para que no resulte llamativa mi indumentaria hasta llegar al Olympus, cojo mi bicicleta y me pongo en camino. Estoy nervioso, pero sobretodo emocionado. Dentro de poco habré demostrado que un individuo no tiene por qué estar relegado a hacer cosas pequeñas. Demostraré que las decisiones de cada uno son relevantes y que no hay que rendirse. Por supuesto, habrá gente que no lo entienda, pero no lo hago para crear conciencia social, lo hago para mí mismo.
El Olympus se alza ahora imponente ante mí. Dejo la bicicleta candada a una señal de tráfico y la gabardina sobre esta. Asumo que cuando vuelva no va a estar; de todos modos nunca me había gustado mucho. Avanzo con paso resuelto hacia la torre, ahora camuflado como guarda, pero no voy hacia la entrada principal, sino hacia una entrada de personal. Por supuesto, dispongo de una copia de la llave, por lo que entro sin problemas. En mi mente se dibuja el plano del edificio nítidamente: he dedicado muchas horas a repasar mi itinerario desde esa puerta hasta el pilar maestro. Me cruzo con la mujer de la limpieza, que ni me mira. Complacido, voy comprobando que cada giro y cada escalera está en su sitio. Dentro de poco, me encontraré en las entrañas de la torre.

Me cruzo esta vez con otro guarda, que bebe sin prisa un café humeante apoyado en la pared. Le dedico un leve saludo y me lo devuelve con una inclinación de cabeza. Llego a las últimas escaleras que debo descender. Horrorizado, compruebo que al final de ellas hay una puerta que según mis datos no debería estar. Desciendo apresuradamente y giro la manivela. Con alivio compruebo que se abre, dándome acceso al corazón de Olympus. Camino sin prisa, pues no la hay. Dos guardas más fuman y charlan animadamente en un salita acristalada y no reparan en mí. Doblo una esquina y quedo fuera de su vista.

Finalmente, ante mí se alza la columna maestra, robusta y enorme. Por un segundo, temo que mi explosivo no sea suficientemente potente, pero sacudo la cabeza y descarto la idea: la potencia sería suficiente, ya me había asegurado de eso tiempo atrás. Me froto la manos, dispuesto a ponerme manos a la obra.

Y, de pronto, la veo. Está ahí, a medio metro del suelo, pegada a la columna con cinta aislante. Una bomba. Me invade el pánico.

-¡Una bomba!- grito sin pensar- ¡Una bomba!

Oigo ruidos y pasados unos segundos llegan los dos guardas de la salita a la carrera.

-Joder- masculla uno- mierda.

El otro traga saliva y saca su walkie-talkie.

-Hay una bomba aquí abajo- informa- llamad a quien sea, pero que venga rápido ¡Y evacuad el edificio!

-No va a dar tiempo- digo, al fijarme que la bomba dispone de cuenta atrás y apenas resta un minuto para la explosión.

Uno de los guardas sale corriendo y el otro me agarra del brazo y tira de mí.

-¡Vámonos!-me grita.

-No hay donde ir- murmullo- la torre se vendrá abajo.

El guarda me suelta y mira la bomba, desesperado.

-¿No se puede desactivar?- sugiere-¿No sabes desactivar esto?

Vacilo un poco, pero me armo de valor y me planto frente al explosivo. Empleo las llaves de la bici para hacer palanca y la tapa salta sin problemas, mostrando un entramado de cables de diversos colores. El guarda se frota las manos y respira agitadamente, pero yo permanezco en calma: el circuito es similar al mío, por lo que debería ser capaz de cortarlo.

-Dios mío, vamos a morir- solloza el guarda- ¡Vamos a morir!

Con extremo cuidado, separo un cable y lo arranco. La pantalla que mostraba el tiempo restante se apaga y respiro aliviado.

-¿La has desactivado?

Asiento satisfecho y dejo caer el cable al suelo.

-Estamos a salvo- murmuro.

El hombre ríe histéricamente y me abraza. Le doy unas palmadas en la espalda. Estoy molesto. Muy molesto, a decir verdad. Puede parecer extraño, pues acabo de demostrar que una persona puede marcar la diferencia, que es lo que había venido a hacer. Seré recordado. Incluso puede que cree conciencia social sobre el valor de las acciones individuales. Pero no será gracias a todo el esfuerzo invertido, sino más bien a la simple casualidad, a estar en el sitio oportuno en el momento oportuno. Es decir, simple azar.

-Me has salvado la vida- dice el guarda- muchísimas gracias.

Sonrío agriamente.

-Ha sido suerte.

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