jueves, 5 de enero de 2012

Muerte

El aire estaba viciado y hacía demasiado calor. Parecía que flotara en el ambiente una toxina que lentamente fuera consumiendo las fuerzas de todos. Incluso para tratarse de un funeral, resultaba deprimente. No me sentía especialmente triste, más bien melancólico y, como ya he dicho, carente de fuerzas. A mí alrededor, todos se desplazaban arrastrando los pies y se daban el pésame con caras descompuestas o simplemente inexpresivas. No estaba de humor para todo aquello, así que me mantenía en un rincón, alejado, y procuraba no mirar a nadie a los ojos.

A mi mente llegaban sin cesar imágenes de un pasado no tan lejano, en los Rebeca y yo invertíamos nuestras vidas en aquello que puntualmente más nos complacía. Una parte de mí me ordenaba que abriese los ojos y recordara también los malos momentos, el sufrimiento causado y recibido, la ira… Pero no era momento para eso. Siempre había considerado que era una hipocresía resaltar los puntos positivos de alguien y sobretodo omitir los negativos cuando ya no está, pero me sentía incapaz de sentir resentimiento contra Rebeca. Ella únicamente había dado luz a mi vida. Solo podía sentir odio y resentimiento contra mí mismo: aquellas palabras que podría haber dicho y no dije, otras que dije y habría sido mejor callarlas; un desfile lúgubre con algunos de mis más sonados errores me hacían apretar los puños y me empañaban los ojos.

Había tenido suficiente. Sacudí la cabeza y sequé las lágrimas que aún no había llegado a brotar, dispuesto a abandonar aquel lugar y no volver jamás. Eché sin querer un rápido vistazo al cadáver. La culpabilidad me azotó con fuerza; apreté el paso. Esquivé torpemente a una mujer ya mayor con los ojos hinchados de pena. No pude evitarlo y nuestras miradas se cruzaron.

-La acompaño en el sentimiento- murmuré con un hilo de voz.

La mujer asintió con gravedad, sin dejar de mirarme.

-¿Conocía usted a mi hija? –preguntó con voz quebrada.

Ah. Así que era su madre… De nuevo, la culpabilidad me azotó con saña. No podía mentirle.

-No- admití- no la conocía.

La mujer me miró con extrañeza. Creo que no sabía si sentir o no enfado, estaba demasiado confusa.

-¿Entonces que hace aquí?- preguntó.

Desvié la mirada y me ajusté las mangas del traje, incómodo.

-Valorar lo que tengo- dije mientras la sobrepasaba y salía del lugar.

No pude ver su reacción. Era mejor así, estaba seguro que, fuese la mirada que fuese, me iba a quitar el sueño. Saqué mi teléfono móvil y tras una breve manipulación, empezó a llamar. Tras unos pocos segundos, se estableció la línea.

-¿Hola?- dijo alguien.

-¿Rebeca? –dije yo.

-Ah, Miguel- dijo dubitativa.

Ambos permanecimos callados, las palabras se nos amontonaban en la cabeza, pero necesitábamos un detonante.

-¿Estás mejor?- me preguntó finalmente- No quiero perderte.

-Sí, estoy mejor- confirmé.

-¿Algún día me podrás contar a dónde vas para desahogarte? –me preguntó con cautela.

No, la respuesta era no.

-Tal vez algún día- mentí.

Me sentía incapaz de confesarlo. Al fin y al cabo, yo era un parásito, un carroñero.

Y es que mi amor se nutría de muerte y corazones rotos. Y los ojos de aquellas madres me lo recordaban.

//Para que quede claro, no es un relato que trate sobre mí. Lo digo para evitar confusiones.//

2 comentarios:

  1. Lo de desear no haber dicho lo que se ha dicho, o haber querido decir cosas que jamás llegamos a decir es una constante en la vida de los adultos. Me encanta la reflexión. Muy real.

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  2. Muy bueno, Felipe. Extraordinario el giro final y la conclusión. Al nivel de los mejores ("A su debido tiempo", "La delgada línea...")

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