martes, 22 de noviembre de 2016

Hijos de las farolas

La noche es oscura y las farolas son un pobre sustituto del Sol. Camino en dirección a mi piso después de una noche penosa. Allí no me espera nadie, pero podría ser peor: mejor solo que mal acompañado. 

Un ruido. Unos pasos. Alguien viene. Levanto la vista y la veo: una mujer, sola. La observo sin dejar de caminar. Es mayor, aunque bueno, no es que sea vieja, pero tampoco se puede decir que sea joven. Más o menos de la edad de mi madre, para que nos entendamos... Bueno, la edad de mi madre la última vez que la vi y ya hace tiempo de eso, la verdad. Me pregunto cómo estará, ¿me echará de menos? 

Bueno, que me desconcentro: la mujer (que lo cierto es que se parece a mi madre, ahora que la veo mejor), anda sola por la acera en mi dirección. Nos cruzaremos dentro de poco. ¿Cómo se le ocurre ir SOLA por la calle a estas horas? ¿En qué puta cabeza cabe? Lleva un bolso. Meto la mano en el bolsillo de la chaqueta y acaricio mi navaja, solo para asegurarme de que sigue ahí. La llevo para defenderme, ¿eh? La necesito porque hay mucho hijo de puta suelto y no te puedes fiar ni de tu sombra. Pero es que esta señora va pidiendo a gritos que la atraquen. Pues antes de que alguien le raje la garganta para robarle el bolso, se lo voy a quitar yo. Casi que le voy a hacer un favor, así aprenderá lo desaconsejable que es ir sola por la calle a estas horas. 

Parece que ella me ha visto, porque ha puesto una cara de sorpresa muy rara. Supongo que se ha puesto nerviosa. ¿AHORA te das cuenta de que tal vez no era buena idea pasear en plena noche por esta parte de la ciudad, lumbreras? ¿AHORA te pones en guardia? No es que eso cambie nada, yo tengo mi técnica. Pasamos uno al lado del otro y no intento nada, así que se relaja. No sé por qué todo el mundo piensa que una vez salgo de su campo de visión, desaparezco para siempre o algo. Pero entonces me giro y… ¡Zas! Emerjo del olvido y le agarro el bolso desde atrás. Tirón. Otro tirón. No lo suelta. Un tirón más. Mierda, que no lo suelta. Ahora lo tiene cogido con las dos manos. ¿Si hago suficiente fuerza romperé el asa? Supongo que sí… pero entonces igual tropiezo y me caigo o igual lo suelta y me voy derecho contra el suelo. Quedaría como un gilipollas.

-¡Ladrón! –va y grita.

Se me remueve el estómago; como alguien lo haya escuchado… Saco la navaja y se la enseño.

-Cállate o acabas mal –la amenazo-. Suelta el bolso.

Ella se queda como paralizada, mirando el arma. Creo ver decepción en sus ojos. Tal vez sea miedo. Lo bueno es que ya no grita.

-Es la primera vez que me atracan –me dice en un tono raro, como si fuese información importante. O como si hubiese una regla en plan «si es la primera, te libras». No te jode. 

Doy otro tirón, pero sigue sin soltarlo.

-¿Quieres que te raje o qué? –pregunto, hostil- Suelta el bolso.

-No me robes –me suplica-. Piensa bien lo que estás haciendo.

-No me toques los huevos –gruño yo. Al principio no podía ni mirar a la gente a la cara cuando se ponían a lloriquear, pero ya llevo unos cuantos de estos a mis espaldas y al final aprendes a que te dé igual. La gente es deshonesta y hace lo que sea para salirse con la suya, tienes que mantener la cabeza fría y no dejarte camelar.

-Llévate el dinero, pero no me robes la cartera –insiste con voz lastimera-. Tengo todas las tarjetas ahí. A ti no te sirven para nada, pero a mí sí.

Ya estamos. Pfff, no me gustaría tener que usar la navaja, porque la mujer se parece a mi madre y no sé por qué me parecería fatal herirla. Y la verdad es que me da un poco de pena la cara que pone, así que bueno… No es que me haya camelado, que quede claro. Es una forma de resolver esto pacíficamente.

-Vale, te dejo la cartera –accedo con voz fría-. Pero suelta el bolso.

-No, te la doy yo –propone ella, con algo más de confianza.

Ya claro. Y luego va y lleva un spray anti-violadores de esos y me deja ciego. Una panda de hienas, eso es lo que son.

-No –me niego-. Sueltas el bolso, lo abro, saco el dinero y te devuelvo la cartera.

Ella no parece muy convencida. ¿Se cree que me voy a escapar con su bolso? Qué YO tengo un código, joder, no soy como todos los demás. Si le digo a alguien que voy a hacer algo, pues lo hago. Al final se da cuenta de que no tiene escapatoria y, bueno, lo suelta. Tiene algo raro en la mirada, como si pudiese ver a través de mí. No me conoces, para de mirarme así. No intentes quedarte con mis rasgos.

-Bien –gruño. 

Pensándolo mejor, ahora podría salir corriendo con todo. Mmm, pero le he dicho que le iba a devolver la cartera. Joder, se lo he prometido… Bueno, en realidad no he dicho «prometo que». ¿Aun así es una promesa? No sé, supongo que sí. Además, es verdad que a mí las tarjetas y el DNI y todo eso no me beneficia en nada y a ella sí. Una vez perdí el DNI y es un follón conseguir uno nuevo. Tampoco es cuestión de joder por joder… Jesús, no soy ningún sádico. Abro el bolso y me pongo a rebuscar bajo su atenta mirada. Saco un pedazo de cartera enorme. Miro en la zona de billetes y solo tiene uno de diez.

-¿Solo esto? –murmuro, decepcionado- Vaya mierda.

La miro y ella parece contenta. Tiene la mirada iluminada. ¿De qué coño se alegra tanto? ¿De que yo vaya a sacar una miseria? La verdad, eso me toca las pelotas. Yo aquí intentando ser decente y esta mujer que se parece a mi madre disfrutando de mi desgracia. Solo por eso se merece que me lleve todo… pero es que ya le he dicho que le voy a devolver la cartera y aunque sea una de esas personas que se alegra por el sufrimiento ajeno, yo no soy así. Tengo que cumplir mi palabra. Miro el resto del bolso y me planteo… No soy muy de llevarme otras cosas que dinero, pero aquí alguien se me merece algo peor que perder diez pavos.

-Pues como solo tienes esto, me llevo tu móvil también –le informo.

La mujer se pone pálida y avanza hacia mí con la clara intención de recuperar su bolso. Yo le enseño otra vez la navaja, porque parece haberla olvidado, y la mantengo a raya. El karma le da a cada cual lo que se merece, yo solo soy el medio que tiene de conseguirlo.

-Sabes que se pueden bloquear si llamas a la operadora, ¿verdad? –comenta, ansiosa- No lo podrás usar, no te sirve para nada.

Me encojo de hombros: ya lo había oído, por eso casi nunca me llevo los móviles. Pero no quiero admitir que se lo quito solo para joder, me haría quedar… poco profesional, digamos. Además, seguro que se puede vender por piezas o algo así. No es un tema en el que esté muy metido porque implica tratar con gente que no me gusta nada y a la que prefiero evitar.

-Conozco a uno que los sabe desbloquear –miento. Es una niñería intentar quedar bien diciendo mentiras, lo sé. Pero que se le va a hacer, incluso a mí me puede el orgullo a veces.

Me guardo los diez euros y el teléfono en los bolsillos de mi cazadora y le tiendo el bolso con cartera incluida. Ella lo coge con manos temblorosas. Parece ansiosa. Me mira expectante, ¿qué más quiere de mí? Me mira como si esperase que la reconociese. No eres mi madre, solo te pareces a ella. Para de mirarme así.

-Gracias por no robarme el bolso entero –murmura de golpe.

Se me hace un nudo en el estómago. La gente no suele apreciar el riesgo que corro al tomarme la molestia de abrir la cartera, sacar la pasta y devolverles lo que a mí no me hace falta. Y la verdad, se agradece cuando te reconocen que estás haciendo las cosas bien. Sí, ya sé que se supone que no tienes que hacer buenas acciones solo para que los demás te den una palmadita en la espalda, pero es que a veces me entran ganas de pasar de todo porque al final me miran igual. Pero esta señora, que para más inri se parece a mi madre, a pesar de que me estoy llevando su móvil, que seguro que vale un dineral, va y me da las gracias, hay que joderse ¿Estaré actuando mal llevándome su teléfono? Tal vez ella no merezca qu-

-Señora, ¿está usted bien? –pregunta una voz de hombre a mi espalda, interrumpiendo mi reflexión- ¿Necesita ayuda?

Se me ponen los huevos de corbata y, sin pensármelo dos veces, echo a correr. «¡Ladrón!» brama el viandante como respuesta, «¡Jesús!» exclama la mujer…. No oigo pasos a mis espaldas ni más gritos, nadie me sigue. De todos modos, no paro de correr hasta pasadas unas cuantas calles, cuando ya no puedo más por culpa del puto flato. Empiezo a caminar entonces concentrándome en intentar no vomitar por el esfuerzo y el revoltijo de emociones.

Mientras avanzo no puedo quitarme de la cabeza que la señora me haya dado las gracias. Y voy yo y le quito el móvil, que no me sirve para nada. Y si me pongo a pensarlo, se lo he quitado solo para hacerle daño y eso no está bien. Yo en realidad no soy así, no hago estas cosas. ¿Tal vez debería devolvérselo? Seguro que ha ido a comisaría a denunciarme con el tipo ese que se ha metido… Jesús, qué susto me ha dado el cabrón. Igual hasta se hacen amigos o novios o algo. Que ella ya es mayor para volver a casarse, pero nunca se sabe, el amor no entiende de edades. Tampoco sé si se ha divorciado o que… No sé por qué asumo que está casada, en realidad. Buah, le estoy dando demasiadas vueltas, mejor me voy a casa y mañana lo pienso cuando esté más despejado. Hasta puede que encuentre a alguien que sepa quitar el bloqueo de móviles, nunca se sabe. 

Y eso hago, después de un rato llego a mi piso. Estoy todo sudado de la carrera que me he echado, así que mejor me doy una ducha o me enfriaré y me constiparé. Enciendo el agua lo primero, porque hasta que no salga calentita no me mojaré y eso lleva un rato. Me despeloto y me meto dentro, aunque aún no está exactamente como me gusta. Empiezo por los pies que da menos impresión y voy subiendo poco a poco, quitándome el sudor, el polvo y los malos rollos del día. Y entonces va y se pone a sonar un móvil… que no es el mío. 

Joder, soy gilipollas, me he olvidado de quitarle la batería al móvil de la señora que se parece a mi madre. A ver, que esto no es América donde te rastrean la llamada en diez segundos y te pillan cinco tipos del FBI cagando mientras lees el periódico, pero mejor ir con cuidado. Salgo de la ducha medio cabreado medio preocupado y tanteo en mi cazadora en busca del móvil. No tengo intención de contestar, claro, porque o bien es alguien que aún no sabe lo que ha pasado y la situación es muy incómoda o me llama alguien que ya lo sabe para ponerme a parir. Al final no gano nada.

En la pantalla aparece el número que me llama. Y bajo el número, el nombre del contacto. «Casa». Es la señora, llamándome desde su teléfono fijo. De nuevo, esto no es una película donde la casa de ella está hasta arriba de policías y cacharros de alta tecnología, esperando triangular la llamada si contesto para caer sobre mí. No ha habido tiempo para prepararlo, tampoco, no ha pasado ni media hora. Así que es la señora, que quiere hablar conmigo. O igual es su marido para cantarme las cuarenta… vete a saber. Pero creo que es ella, sentada en su sofá, algo encogida, con el auricular ya pegado a la oreja y la otra mano apretando uno de sus muslos, como si hacer fuerza hiciera más probable que alguien contestase. Por alguna razón, aquella imagen me llena de compasión.

El teléfono sigue sonando. No debería descolgar.

Pero descuelgo.

-¿Si? –pregunto, incómodo.

Al otro lado de la línea alguien deja escapar aire por la nariz, como si le hubiese sorprendido.

-No esperaba que contestaras –reconoce una voz de mujer, dubitativa. Es ella. La mujer que se parece a mi madre.

Suelto un «ah» y me quedo callado. No sé muy bien que espera que diga. Tengo medio atragantado un «siento haberme llevado tu móvil» pero no acaba de salir. Como cuando tienes un eructo acechando, pero por más fuerza que haces no sale. De todos modos, ella vuelve a hablar.
-¿Puedo hacerte una pregunta? –dice con voz educada.

Al principio me preocupa, pero, en realidad, ¿qué mal puede hacerme? Si me pregunta algo comprometido, pues no contesto y punto. 

-Vale –murmuro.

A saber que me pregunta. Esto es nuevo para mí y no tengo ni idea de que interés puedo tener para ella.

-¿Por qué robas? –va y me suelta.

Me quedo a cuadros. Bueno, supongo que es normal que quiera saber por qué razón se ha quedado sin móvil.

-Te lo ibas buscando tú –respondo-. No se puede ir sola por la calle a estas horas y esperar que no te pase nada malo.

Ella no responde al instante y durante un momento pienso que igual se ha cortado la comunicación. Pero no, escucho su respiración. Está pensando que decir, supongo. Cojo una toalla y empiezo a secarme, hace demasiado frío como para ir desnudo y empapado por ahí.

-No me refiero a por qué me has atracado a mí –matiza con voz cauta-. Me refiero en general, a por qué robas. ¿O es la primera vez que lo haces?

-No, no es la primera vez –contesto, incómodo-. Aunque si fuese la primera vez también sería por un motivo, ¿no?

La señora se muestra de acuerdo, pero no añade nada más. Espera una respuesta, pero yo estoy en blanco. Se me revuelven las tripas, me siento como un chiquillo al que le están dando una regañina. Debería colgar y punto, no le debo nada: ha sido culpa suya por no ir con cuidado.  

-¿Tienes problemas de dinero? –sugiere ella, al ver que no digo nada.

-No me sobra –contesto a la defensiva. 

¿Será poli o algo? ¿Está intentando descubrir quién soy? Espero que de verdad esté sola y no con la policía. Siento que estoy cometiendo un grave error al no colgar.

-¿Tienes trabajo? –insiste ella.

-¿Por qué te interesa tanto mi vida? –inquiero, irritado- No vas a descubrir cómo me llamo ni donde vivo, así que déjame en paz.

Por algún motivo, aquello la desconcierta. Como si algo no le encajara.

-No estoy intentando nada –me asegura con voz lenta, al cabo de un rato -. Es solo que tengo curiosidad.

¿Curiosidad? Y una mierda. Se nota que aquí pasa algo. Me huele a chamusquina.

-Una mierda –respondo en consonancia. Digo lo que pienso, ya veis.

-Te lo prometo –insiste ella con algo más de aplomo-. Nunca antes me habían robado y no había tenido la oportunidad de hablar con un atracador. Me gustaría saber tu historia, por qué haces lo que haces. 

De nuevo, no sé qué decir. ¿Por qué hago lo que hago? ¿Qué clase de pregunta es esa? 

-Pues no sé –digo. Y es cierto, no sé qué decir-. Es una pregunta muy general.

Por el resoplido que suelta, la mujer parece frustrada.

-¿Si te hago preguntas concretas me responderás? –sugiere.

Yo asiento, pero evidentemente ella no se da cuenta, así que le digo que sí. Me siento imbécil. Debería colgar y dejar de hacer el ridículo.

-¿Tienes trabajo? –repite.

Odio esa pregunta.

-No –respondo secamente.

-¿Alguna vez has tenido? –sigue ella.

-Sí –contesto.

-¿En qué trabajabas?

Respiro hondo intentando deshacer el nudo de mi estómago, pero está atado y bien atado. A la mierda.

-No quiero seguir hablando de esto –mascullo-. Si es lo único que te interesa, te cuelgo.

Vuelvo a ponerme la ropa, desnudo me siento expuesto, aún con la toalla. Debería colgar. No sé por qué no cuelgo.

-Claro, cambio de tema –cede la señora-. Cuando robas, ¿crees que estás haciendo algo malo?
Directa al grano. Muchas confianzas se está tomando.

-Hay cosas mucho peores –replico-. Auténticas barbaridades. Deberías preocuparte por los que asesinan y los que violan a niños y esas cosas, no por lo que yo hago o dejo de hacer.

-Eso no es una respuesta, te he preguntado si crees que estás haciendo algo malo al robar –objeta ella-. Además, me interesas tú, no los otros.

Trago saliva. ¿Le intereso yo…?

-Todos tenemos que comer –suelto, algo aturdido-. Cada cual hace lo que puede.

-Por eso te estaba preguntando sobre tus trabajos, para ver la situación en la que te encontrabas, pero no quieres hablar de ello –me echa ella en cara-. Y de nuevo, no es una respuesta.

-Pues a mí me parece que sí que lo es –me defiendo.
 
De nuevo, silencio. ¿Me habrá triangulado ya la policía? ¿Estarán ya en mi puerta los GEOS?

-¿Está mal matar? –me pregunta la señora de golpe.

La pregunta me pilla desprevenido. ¿Qué coño tiene que ver?

-Nunca he matado a nadie –le aseguro. A mí que me registren, no tengo sangre en las manos. 

-No te he preguntado eso –matiza con suavidad-. Yo tampoco he matado nunca a nadie y considero que está mal hacerlo. ¿Tú qué opinas? 

Es una especie de trampa, se ve a la legua. Y por una parte quiero colgar para no tener que estar en esta conversación tan asquerosamente incómoda… pero, por otra parte, algo, no sé qué, me retiene. Alguna puta fuerza cósmica me obliga a seguir sufriendo a esta señora y su perturbador parecido a mi madre.

-Opino que…. –balbuceo, intentando ganar tiempo- Que… Que está mal. 

-Y si la única forma que tuvieses de sobrevivir fuese matar a alguien, ¿lo harías? –continúa sin perder un segundo- ¿Matarías a alguien por sobrevivir?

No es una pregunta que me haga a menudo. No es una pregunta que me quiera hacer. Pero es justo lo que me acaban de preguntar. 

-No sé, supongo –respondo.

Por algún motivo, siento que esa respuesta me hace quedar mal. Siento que toda esta conversación me hace quedar mal. Debería colgar, pero no puedo.

-Así que harías algo que consideras malo si hiciese falta –razona la mujer-. Matarías a alguien si hiciese falta.

-No soy un asesino –me defiendo-. Si piensa que me puede contratar para matar a alguien se equivoca de tío.

La mujer se ríe.

-¿Ahora me hablas de usted? –se burla- Nunca me has hablado de usted.

Yo resoplo, molesto. 

-No me he dado cuenta –gruño-. Y no soy un asesino.

-No he dicho que lo seas –dice la señora, cada vez con más aplomo. Solo digo que harías cosas que consideras que no se deben hacer si las circunstancias te obligan. No te gusta matar, pero lo harías si hiciese falta. ¿Te gusta robar? ¿Robas porque te gusta?

-No –respondo al instante. Qué pregunta.

-Pero lo haces –recalca-. Me has robado. Yo he pagado por el móvil con el que estás hablando y sin embargo eres tú quien lo tiene.

No contesto. Hay algo en las palabras que está usando que me incomoda. Jesús, hay algo en lo que está intentando que me produce escalofríos. 

-Así que te pregunto de nuevo… ¿está mal robar?

Suelto un bufido.

-Eso no es lo que me has preguntado antes –puntualizo-. Claro que está mal robar.

Por el ruido que hace la señora, parece confundida.

-¿Qué te he preguntado antes? –quiere saber ella. A esta mujer se le va la cabeza.

-Que si creo que está mal… lo que hago –le recuerdo.

-¿Y qué diferencia hay? –me pregunta.

Me paro a pensar. ¿Qué diferencia hay? Hay diferencia. Está claro que hay diferencia. En mi mente la diferencia es cristalina, pero por algún motivo las palabras se me escurren.

-No sé explicarlo –admito-. Pero no es lo mismo.

Entonces algo parece hacer click en la mente de la señora. O igual no, no leo mentes, pero es lo más probable por la siguiente pregunta que me hace.

-¿Puedes decir «yo te he robado el móvil»? –me pide.

¿…qué? No le debo nada. No es nadie. No tiene derecho a hacerme decir nada.

-Yo te he… quitado el móvil –repito, confuso.

-No he dicho «quitado» -puntualiza ella-. He dicho «robado». Dilo. Di «yo te he robado el móvil».

No puedo. Algo en esa frase no es correcto. Debería colgar. ¿Qué coño está pasando? No es ella. Para.

-No –respondo-. No lo voy a decir.

Mi madre, digo la mujer que se parece a mi madre, no mi madre, suelta una carcajada. No es mi madre. No es mi madre. No le debo nada. No es nadie. Nadie. Debería colgar. Pero no puedo.

-¿Por qué no lo dices? –insiste- Eso es exactamente lo que has hecho.

Lo sé. Lo sé, pero no es verdad. Yo nunca le robaría a… bueno, pero esto es distinto. Esto no está mal, ella no es.... Bueno, espera. Aunque no sea… ¿Está mal? Me lo he llevado para hacerle daño. Pero se lo merecía. Aunque me dio las gracias. No-

-Deja de engañarte a ti mismo –dice con un aplomo asfixiante-. Abre los ojos.

Abre los ojos. Abrelosojos. ¿Por qué me dice eso? Ella no es nadie. Ni siquiera existe. No es mi madre. No es una persona. No es nada. Pero se parece a ella. Se parece a ella. Esa una persona. No puede serlo. Pero me ha dado las gracias. Me duele la cabeza. Me falta el aire.

-Debes entender el daño que le haces a los demás –insiste-. Es lo mínimo que puedes hacer. Asume las consecuencias de tus actos, Jesús.

¿Jes-? ¿Cómo las consecuencias de mis actos? ¿Pero qué coño dices, mamá? Tú no eres ella. Yo no le hago daño a nadie, lo que hago no está mal. No es robar porque no existes en la realidad, solo sois sombras producto de las farolas. Por el día vuestro cuerpo se esfuma y con él, cualquier culpa. Cuelga. Cuelga. Cuelga. Cuelga y así desaparecerás, ya no existirá el sofá en el que te sientas, ni el viandante que me ha pillado, ni tu mano aferrada a tu pierna. Solo quedará este maldito móvil que yo no debería tener.

-Has cometido errores, pero en el fondo sé que no eres una mala persona, hijo –continúa mi madre que no es mi madre con voz quebrada-. Sé que si te das cuenta de lo que estás haciendo te horrorizarás, porque en el fondo eres un buen chico. Pero el mundo no es blanco o negro, Jesús. Todos cometemos errores y nos engañamos a nosotros mismos, y necesitamos que alguien nos ayude. Por eso nunca he dejado de buscarte.

Tengo la boca seca y me tiembla todo el cuerpo. «Hijo». Ella lo sabía desde el principio. Por eso se comportaba así, por eso el interés. El eructo que se negaba a salir, de pronto y de forma incontrolable, decide que es momento de liberarse y, con él, todo lo demás.

-Siento haberte quitado el móvil –confieso, casi al borde del llanto-. Lo siento tanto, mamá. Siento haberte robado.

Ella solloza. Yo sonrío, aliviado. Ese puto nudo de mi estómago se va disolviendo. Hacía tiempo que no me sentía tan bien. Llevaba tanto sintiéndome como una mierda que ya ni recordaba cómo era sentirse de otra manera.

-Lo has dicho –me hace ver mi madre-. Has admitido que robas. 

-No lo haré más –me apresuro a añadir.

He estado ciego todo este tiempo. Las sombras no las proyectan las farolas. No tenía más que levantar la vista y ver que cada sombra pertenece a una persona. A una persona como mi madre o como yo mismo. No a alguien unidimensional, siempre deshonesto, una hiena siempre preparada para atacar, pero incapaz de sentir nada. A un ser humano.

-Gracias por no perder la fe en mí, mamá –le digo, incapaz ya de contenerme-. No sé qué voy a hacer a partir de ahora, pero voy a cambiar.

Ella sorbe los mocos, pero aun así resulta emotivo.

-Estoy orgullosa de ti, Jesús –dice con voz tierna-. Y sé que tu padre, en paz descanse, también lo estaría.

Aquello me golpea como un martillo.

-¿Papá ha muerto? –pregunto, horrorizado.

Mi madre guarda silencio, confundida. Aterrada.

-Murió cuando eras pequeño, Jesús –susurra-. ¿No te acuerdas?

Yo trago saliva. Algo está mal. Algo está muy mal. Debería colgar… pero no puedo.

-¿Por… por-

Pierdo la voz. Yo también estoy asustado. 

-¿Qué te pasa, hijo? –pregunta la señora.

-¿Por… por qué no paras de decir «Jesús»? –susurro. Ojalá no lo escuche. Ojalá no conteste.

Pero sí que me oye. Y sí contesta.

-Porque así te llamas –responde-. Es el nombre que te pusimos.

Pero no es cierto. No soy Jesús. 

-No soy Jesús –digo en consecuencia.

No es mi madre.

-No eres mi madre –continúo.

No soy su hijo.

-No soy tu hijo –termino.

La mujer que se parece a mi madre se queda callada. «Ah», dice. Permanecemos unos segundos expectantes. Y, sin despedirse, la señora cuelga el teléfono. Cuelga sin despedirse porque ya no existo. En realidad, nunca he existido. No soy más que la sombra de una farola en la que ella ha visto lo que quería ver, a su hijo, al que busca incansable. 

Abro el móvil y le saco la batería. 

Y entonces te miro. A ti. Sí, a ti, lector. Te miro expectante, porque espero que hayas comprendido que coño ha pasado. Porque esta historia no trata SOLO sobre un ladrón que echa de menos a su madre y una madre que echa de menos a su hijo ladrón. Trata sobre nuestra inclinación a ver sombras, pero no quien las produce. Sé que te puede resultar pretencioso que te explique el mensaje, pero que te den, ni siquiera existo, no puedes hacerme nada.

Así que, para concluir, contéstame a esta pregunta…

¿Conoces a alguien que sepa cómo desbloquear móviles?

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