domingo, 10 de junio de 2012

Suerte

Era de noche y hacía frío. La calle estaba desierta, no estaba el tiempo como para salir a dar un paseo. La última persona con la que me había cruzado, hacía veinte minutos, me había mirado con desconfianza y había apretado el paso, seguramente deseando encontrarse ya en su destino. Estaba apoyado contra una farola y me removí, incómodo: el frío del metal estaba empezando a colarse por mi ropa y me helaba la espalda. Miré mi reloj, si en quince minutos no aparecía nadie, me iría a casa.
Diez minutos después apareció una pareja de chavales con pinta de ir bebidos. Me limité a observarles: se reían con fuerza mientras se daban empujones. Me pareció un milagro que pudiesen seguir andando. Cuando se alejaron lo suficiente, suspiré; los jóvenes borrachos no eran un buen objetivo, no solían atender a razones y eran imprevisibles. Así que mejor mantenerse apartado de ellos. A pesar del frío y de la tensión inherente a mi actividad, me sentía pesado y amodorrado, haciendo que el tiempo empezase a fluir de forma extraña.

Me encontré de pronto sumergido en un mundo menos profundo que el de los sueños, pero igual de extravagante. Ante mí se dibujaba una pendiente descendente y yo debía descenderla, pero era muy difícil porque estaba cubierta por una pátina aceitosa y resbaladiza, y siempre parecía haber un pequeño saliente afilado en el lugar más inoportuno. No sabía cuánto quedaba para llegar al fondo, apenas veía un par de metros adelante por culpa de una densa bruma, a la que yo nunca parecía llegar.

El ruido de unos pasos me sacó de mi ensoñación de golpe. Miré mi reloj, era muy tarde. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, estaba helado. Al parecer me había dormido de pie, sin darme cuenta. Me extrañé, pensaba que solo se podía dormir estando tumbado. Me planteé entonces si el ruido era fruto de mi mente o si lo había oído realmente. Una sombre cruzó delante de mí. Era un hombre algo más mayor que yo, con una chaqueta demasiado fina para la temperatura que había. No me miró, aunque estaba seguro de que me había visto. Se lo veía inquieto y andaba a paso ligero.

-Tú- gruñí.

El hombre no se detuvo, como si aquello no fuera con él. Empecé a seguirle también a paso ligero.

-Párate- le ordené.

Entonces empezó a correr. Solté una maldición y corrí tras él. Yo estaba en mejor forma y le recorté terreno sin dificultad. Le agarré del brazo y di un fuerte tirón hacia atrás, mientras con la otra mano sacaba una pistola del bolsillo de mi chaqueta y le apuntaba directamente a la cara.

-No te muevas- dije con severidad- o te pego un tiro.

El hombre tragó saliva, sin dejar de mirar el arma. Lo cierto es que nunca he disparado a nadie, aunque de vez en cuando tengo que golpear a alguien con la culata y la verdad es que deja unas heridas muy feas. Ambos jadeábamos por el esfuerzo, así que durante aproximadamente un minuto lo único que hice fue apuntarle y lo único que él hizo fue mirar el arma y tragar saliva. No trató de arrebatármela ni de huir, cosa que agradecí.

-Bueno, dame la cartera- dije al fin.

El hombre gimió penosamente, pero no me ablandé. Ya había atracado a bastantes personas y al final te acabas inmunizando contra aquellas escenas, en las que tú eres tú y el otro es el otro, y no tenéis nada en común gracias a lo cual sentir empatía, ya que ni siquiera sois de la misma especie: tú eres un tiburón y ellos ovejas. El tiburón es un pez y la oveja un mamífero. El tiburón es acuático, la oveja terrestre. El tiburón es carnívoro y la oveja herbívora. El tiburón nunca deja de moverse y la oveja permanece quieta, sin avanzar, mucho tiempo. Al final resulta muy sencillo no pensar en absoluto en lo que se está haciendo, acabar cuanto antes e irte a casa.

-La cartera- insistí, porque el hombre no se había movido en absoluto.

Levantó por fin la cabeza y me miró. Cuando las personas a las que robo me miran a los ojos, trato de mostrarme frío e implacable, capaz de todo. De este modo no tratan de llegar a ridículos pactos y nuestra «transacción» se lleva a cabo rápidamente. También se que mirada suelen poner ellos. Algunos me miran con desafío, otro con miedo y algún otro con asco. Nunca me enfado por las miradas que me echan, es conveniente que liberen sus emociones a través de sus gestos y no de sus actos, para llegar a una solución pacífica. En una situación así es difícil ocultar las emociones, por lo que resulta útil para saber cómo va a actuar a grandes rasgos la persona que tengo en frente. Y, por experiencia, sé que hay dos tipos de miradas con las que hay que andarse con ojo. La primera es la furia. Viene como una explosión, al principio parece que no pasa nada pero… ¡pam! Te sueltan un puñetazo, o se abalanzan sobre ti o empiezan a gritarte sin importarles que les estés apuntando con un arma. Lo bueno de la furia es que se puede contrarrestar si eres lo bastante implacable, si demuestras que eres demasiado fuerte para ellos. Alguna vez me ha tocado salir corriendo, pero en general apuntarles con la pistola entre los ojos y quitar el seguro o darles un golpe suele funcionar.

La segunda mirada con la que hay que andarse con ojo es la desesperada. Cuando alguien te mira con desesperación, es porque no le quedan opciones. Simplemente, no se puede permitir ser atracado. Y suelen reaccionar de forma imprevisible, ya sea huyendo o atacando. Lo mejor en estos casos es no presionar demasiado y, para evitar problemas, llegar a un acuerdo.

-¿No me escuchas, cabrón?- le dije mientras agitaba la pistola frente a sus ojos.

El hombre pareció reaccionar al fin, sacó su cartera a toda velocidad, la abrió, sacó todos los billetes y me los tendió. Los agarré de un zarpazo, sin dejar de mirarle. Antes de que me pudiese dar cuenta, el hombre ya se había guardado la cartera y me miraba con intensidad.

-¿Me puedo ir ya?- suplicó.

Vacilé. Me había dado todo el dinero, yo mismo lo había visto coger todos los billetes… ¿Entonces a que venía aquella mirada? Ocultaba algo, y era lo suficientemente valioso como para valer el dinero que me había dado. Seguramente guardaba su dinero en dos compartimentos separados y esperaba que yo me conformara.

-La cartera- insistí.

El hombre sollozó y permaneció inmóvil.

-Te la registro y te la devuelvo- le prometí- no te voy a quitar el DNI y todo eso.

Esto solía aplacar a bastante gente, aunque solo me lo podía permitir en situaciones como esta, en las que era muy poco probable que apareciese alguien más. Solo me comportaba violentamente cuando no había más remedio, no soy un salvaje.

-Si lo tengo que volver a repetir, te haré daño- le dije mientras quitaba el seguro del arma- me das la cartera, miro lo que llevas y te la devuelvo. Luego te vas a tu casa y te olvidas de esto. No te voy a coger las monedas, te las puedes quedar por si necesitas coger un taxi o el metro.

No sonreí porque solía cabrear a la gente. Me estaba mostrando muy indulgente porque la desesperación en los ojos de aquel hombre me preocupaban. Pero escondía algo y no iba a dejarle escapar sin saber que era.

-Te doy cinco segundos- sentencié, mientras le apuntaba a la cabeza.

No hizo falta más. El hombre sacó la cartera y me la tendió. Estaba pálido y tenía los ojos vidriosos. Efectivamente, la cartera tenía dos compartimentos. En el primero encontré la zona de los billetes vacía, además de bastantes tarjetas personales. También estaban las monedas, lo abrí para ver si escondía algo allí, pero al ver que solo había suelto, lo cerré.

Le eché una mirada al hombre. Temblaba levemente y me miraba con ojos enrojecidos. Parecía enfermo. Lentamente, abrí el segundo compartimento. Vi una foto en la que salía con dos ancianos, seguramente sus padres. También llevaba fotos de carnet suyas y un condón. También vi un papelito que desdoblé y resultó ser un número de teléfono. Me rasqué la cabeza, extrañado. ¿Por qué estaba tan nervioso aquel tipo? No tenía nada más de valor. Reflexioné. Tal vez solo tenía pánico a ser atracado y por eso se comportaba de esa forma.

-Oye, me ha gustado tu cartera- mentí- te doy tus carnets y las fotos y me la quedo.

El hombre me miró con horror. Vale, definitivamente esa cartera ocultaba algo. La volví a abrir y empecé a rebuscar por todas partes. No tardé en encontrar un bolsillito disimulado en el que no había caído. Cuando lo abrí, supe que había acertado. En primer lugar, porque el hombre dio un respingo. En segundo lugar, porque era un billete de lotería.

-Vaya- murmuré- ¿está premiado?

El hombre negó enérgicamente con la cabeza.

-De todos modos me lo llevo- dije mientras lo sacaba de la cartera- para asegurarme.

-Por favor, no- gimió el hombre.

-¿Está premiado?- repetí.

El hombre suspiró, derrotado.

-Primer premio- masculló.

No pude evitar quedarme boquiabierto. ¿¡Primer premio!? Eso implicaba no tener que volver a robar nunca más, si me lo administraba bien, podía vivir de ese boleto el resto de mi vida.

-No es justo- dijo de pronto el hombre, por fin liberado de la tensión que implicaba callar la existencia del suculento premio.

Lo cierto es que nunca había robado una cantidad tan grande de dinero, ni siquiera remotamente similar. Me planteé entonces que sería muy complicado hacer efectivo el premio si aquel tipo denunciaba su robo. Al fin y al cabo era el primer premio. Me relamí los labios resecos. Tenía que evitar que aquel hombre pusiera la denuncia… Pero aunque no lo hiciese y consiguiera cobrarlo, si posteriormente lo denunciaba no les será difícil localizarme; por desgracia no sé nada de finanzas, ni de paraísos fiscales ni nada de eso, por lo que no sabría como ocultar el dinero. Empecé a sentirme frustrado e inquieto. Si quería seguir con aquello, seguramente tendría que secuestrar a aquel tipo y… puede que fuera necesario matarlo. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero no por la temperatura. No, no podía matar a una persona. No era un asesino. Y menos por dinero.

-No he tenido suerte en toda mi vida- se quejó el hombre- nunca me ha querido nadie más que mis padres, nunca he conseguido prosperar en mi trabajo ni se me da bien nada. Y justo cuando me sentía más deprimido, me tocó la lotería. Fui a celebrarlo con mis compañeros de trabajo porque no tengo amigos y me rogaron que llevase el billete para enseñarlo. Insistieron bastante y la verdad es que estaba contento, así que accedí, aunque corría un riesgo. Y cuando acabamos la fiesta, como había bebido, decidí no coger el coche por si acaso tenía un accidente. Pero no había suficientes conductores que no habían bebido para llevarnos a todos. Así que, como vivo más o menos cerca, me ofrecí a irme andando para que los que vivían más lejos no tuvieran problemas.

Se calló para coger aire. Yo tampoco dije nada.

-¿Y cómo me recompensa el destino?- gruñó- arrebatándome la única cosa buena que me ha pasado en años.

Se estaba enfadando. Furioso y desesperado. No era buena combinación. Agarré con fuerza mi pistola. El hombre debió percatarse, porque soltó una carcajada seca.

-Tranquilo, que no voy a lanzarme contra ti- dijo- sé que no tengo ninguna posibilidad. ¿Me devuelves mi cartera?

Se la devolví.

-Gracias- murmuró.

Se la guardó en el bolsillo y echó a andar. Miraba firmemente al frente, como si ya nada importase. Vi como se alejaba, dejándome allí, perplejo. Miré el boleto de lotería. La brisa hacía vibrar sus bordes. Me pregunté si aquel tipo iba a suicidarse. Al fin y al cabo, había dicho que no tenía nada.

Miré al cielo, vi la luna llena salir de detrás de una nube y me pregunté cómo había acabado así. Cómo había conseguido convencerme a mí mismo de que robar no estaba mal. Qué razonamiento había empleado para encontrar lógicos los culatazos en la sien. Cuando se había convertido en rutina acechar a los viandantes, buscando a los más débiles y aislados para abalanzarme sobre ellos.

Cómo había degenerado hasta convertirme en un depredador de mi propia especie.

Sentí terror de mi mismo, el mismo que debe sentir quien se descubre hombre-lobo, bestia nocturna devoradora de hombres, oculta bajo una apariencia humana. Sentí ganas de gritar y de huir, de devolverle el billete a aquel hombre y… y…

Entonces otra nube ocultó la luna. Respiré hondo y volví a relegar aquellos pensamientos a un rincón apartado de mi psique, del que no debían salir si quería asegurar mi supervivencia.

Volví a mirar el billete.

Sonreí.

Desde luego, había tenido suerte.

3 comentarios:

  1. No se que decir.Me ha sorprendido.fan2

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  2. Vaya, Felipe, últimamente no pareces Felipe. Me esperaba un final sorpresa (tipo que al final el billete no estaba premiado y había sido una estratagema para huir, o que la cartera fuera de otro hombre al que el atracado había previamente atracado), pero resulta que la sorpresa está en la cabeza del protagonista. Si lo piensas bien, Felipe, es uno de tus lugares comunes: el narrador que duda de sus convicciones, pero que al final más por pereza o por comodidad que por cualquier otro motivo decide volver a su pensamiento original, y deja que éste le siga llevando. Son protagonistas muy parecidos al Extranjero de Camus, o a lo mejor tienen algo de ti mismo.

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  3. "-No quería trabajar porque me daba pereza, pero cambiar el mundo para que no tuviera que trabajar me daba más pereza aún-dijo Esteban.

    (...)

    -¿Y al final que decidiste, papá?

    -Pues trabajar, naturalmente…"

    La historia de tu nombre (2008)

    Es más bien una vuelta a los orígenes.

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