martes, 20 de noviembre de 2012

Contracorriente


Los pequeños pueblos de montaña se desperdigaban por aquí y por allá, sin ninguna distribución aparente. Había cierta comunicación puntual, pero se trataba, en suma, de pequeñas autarquías, recelosas de los foráneos, aunque apenas distaran sus orígenes un par de kilómetros. La vida no era fácil, pero aquellas gentes no se desesperaban: soportaban el frío invierno y disfrutaban del tórrido verano. Los encargados de suministrar alimento a la comunidad eran dos: los cazadores y los recolectores. Los cazadores no necesitan presentación: era todo aquel que matara animales para obtener de ellos recursos. Recolectores englobaba a los demás: agricultores y ganaderos. Y, como siempre ocurre en las sociedades, sean grandes o pequeñas, se despreciaban unos a otros, tal como ocurre entre estudiantes de ciencias y letras, ingenieros y científicos puros, novelistas y poetas y, en general, cualquier pareja de ocupaciones que implique cierta rivalidad. 

De entre los dos grupos, eran los cazadores los más orgullosos, pues además de suministrar alimento, se encargaban de defender el pueblo de las alimañas y grandes depredadores como lobos y osos, traer criaturas exóticas, vigilar las inmediaciones y, en última instancia, defender a todos de los peligros del exterior. 

Pero no todo era un lecho de rosas para los cazadores. También entre ellos había discrepancias, dependiendo de si cazaban pájaros, pequeños animales peludos, jabalíes o ciervos. No se solían poner de acuerdo entre ellos en casi ningún tema. Pero había algo que era unánime: los cazadores de menor categoría eran los pescadores, los cazadores de peces. 

No era algo arbitrario. Para ser cazador “terrestre”, se requería mucha sangre fría, pues en ocasiones tocaba degollar un ciervo que luchaba frenéticamente por liberar su pata de una trampa, o acabar con un tejón que defendía con desesperación su tejonera mientras escuchaban los quejidos lastimeros de sus crías y hacerte a la idea que luego les tocaba a ellos. Desde luego, no era fácil y no todo el mundo podía dedicarse a ello, a pesar de todo el respeto que la profesión conllevaba. Por eso, los cazadores eran gente extremadamente orgullosa: necesitaban escuchar los agradecimientos de sus vecinos para apartar de su mente la sangre y muerte de la que eran responsables. 

Ser pescador, simplemente era otra cosa. Sí, atrapabas animales salvajes y aprovechabas sus recursos, pero no era lo mismo. A la caza solo se dedicaban hombres duros e implacables, mientras que pescador podía ser cualquiera con un poco de paciencia y que no le tuviese miedo al agua. Por eso no es de extrañar que los cazadores se burlaran de los pescadores siempre que podían: de nuevo, también les hacía falta desmerecer la aportación de ellos, porque se enfrentaban a peces, criaturas viscosas, escurridizas, feas, demasiado diferentes de nosotros para poder sentir empatía por ellas, y por tanto la carga que soportaban era infinitamente menor. Y una carga menor tenía que implicar, por justicia, un menor reconocimiento. 

Despectivamente, los cazadores empezaron a llamar a los pescadores “truchas”, pues era el pez que más comúnmente obtenían, mientras se hacían llamar a sí mismos “lobos”, “zorros” u “osos” (aunque no fuera lo que en más abundancia cazaban). Y, como ha pasado siempre, los comentarios hirientes y despectivos arraigaron rápidamente mientras que los halagadores no llegaron a cuajar. Pronto, y gracias a la gran admiración que sentían todos por los cazadores, el término “trucha” fue adoptado por todos, pero no para referirse a los pescadores, sino para su equivalente: cualquier profesión que quien empleara la palabra despreciara: así los herreros llamaban truchas a los carpinteros, los que cultivaban fruta a los que cultivaban cereales, los que tocaban la guitarra y los que tocaban el laúd entre ellos y la lista seguía interminablemente. No es de extrañar que poco tiempo después, se llamara “trucha” simplemente a quien se despreciaba, independientemente de su profesión. 

¿Y a quienes despreciaban, indistintamente de su profesión, el grueso de los hombres? Todos conocéis la respuesta. A los hombres afeminados, hombre pequeños, delicados y débiles que no representaban lo que un hombre debía ser, pues carecían de físico o voluntad para serlo. Y, contrariamente a lo que había pasado con anterioridad, ahora el uso se especializó y poco a poco los únicos que eran llamados “truchas” eran los afeminados, los homosexuales. Hubo un inconsciente consenso colectivo. 

Y así hasta nuestros días. 

//Quiero hacer una aclaración, porque puede haber malentendidos. Todo lo que he dicho es ficción, no tengo ni idea de porque trucha significa gay. Es más, lo he buscado, pero no he encontrado nada. Así que he puesto la mente a trabajar y se me ha ocurrido esto. Casi con toda seguridad no es por esto, pero a falta de una explicación mejor (y si alguien sabe la verdad por favor que me lo diga), me quedo con la mía//.

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