lunes, 16 de mayo de 2011

El que come metal y bebe gasolina

Sinuosa carretera bordeando el acantilado. Un coche demasiado nuevo para ser antiguo y demasiado antiguo para ser nuevo zigzaguea por el recorrido, no demasiado lento, no demasiado rápido. Es de un color grisáceo metalizado, bastante a tono con el color del asfalto. Tras una corta marcha, el coche se detiene, sin siquiera molestarse en apartarse del camino. El conductor sale tranquilo, se despereza y empieza a andar tranquilamente mientras se rasca la espalda. Llega a un matorral y orina. Después rebusca en su bolsillo y saca un chicle. Le quita el envoltorio con cuidado, sin prisas. Una vez liberado, se lleva el dulce a la boca y se guarda el envoltorio en la chaqueta. Patea una piedra y echa una mirada alrededor; nada resaltable, excepto el acantilado. Pero teme a las alturas.

Se oye un grito, su procedencia es indudable: del acantilado. El conductor se seca el sudor de las manos en el trasero de sus pantalones y saca su teléfono móvil, marca el número de emergencias, pero no llega a llamar. Le corroe la duda. Tal vez no haya motivo para llamar. Sosteniendo aún su teléfono, se acerca lentamente al acantilado, asegurándose a cada paso de que el terreno que pisa es seguro. Llega a la carretera. Se agarra firmemente al quitamiedos mientras lo supera y sigue aferrado a él todo el tiempo que le es posible, hasta que imposibilita su avance. Entonces, se tumba en el suelo, el corazón le palpita con fuerza. Después de una breve eternidad, consigue asomarse; abajo, muy abajo, parece que ha habido un accidente. Pueden verse los restos de un coche: Parece que se ha despeñado. El conductor mira a su alrededor, pero el quitamiedos está intacto. Trata de buscar un camino que conduzca allí abajo. No lo hay. El móvil vibra un instante, señal de que la poca cobertura de la que dispone esa zona no está disponible.

La carretera sigue una zigzagueante línea que, sin embargo, no desciende en ningún momento. No hay manera de bajar si se está arriba, ni de subir si se está abajo. Esta es la conclusión a la que llega el conductor. Sube en su coche, en cuanto tenga cobertura, llamará a emergencias para indicar la posición del accidente, que ha señalizado con un triángulo de emergencia. Posteriormente, lo reclamará a la autoridad competente, aunque no tampoco le urge recuperarlo. Arranca el motor, que ruge alegremente, y la montura metálica se pone en marcha. Pero apenas ha recorrido unos cientos de metros cuando el coche se detiene de nuevo. El conductor pisa el acelerador a fondo, más el coche permanece inmóvil, aunque el motor brama con rabia. Lo siguiente en hacerse notar es que las puertas están bloqueadas. Y, muy lentamente, el coche se va inclinando hacia el acantilado. Al principio, apenas perceptible, luego, incómodo, finalmente, aterrador. El conductor se agarra con fuerza al volante, mientras mira frenético la inmensa caída que le espera si aquel irresistible movimiento continúa.

Y el coche cae. Se golpea repetidamente contra la pared de rocas, hasta caer de costado sobre la afilada base del acantilado. El conductor aúlla de dolor cuando el vehículo impacta contra el lecho de rocas, más está milagrosamente intacto. Sale del coche a duras penas y mira arriba. La escalada es imposible. También ir más allá, pues sólo le esperan más cordilleras y acantilados, insalvables. Recoge los pedazos de cuanto puede serle útil y retrocede hacia donde vio el primer accidentado; no tarda más que minutos en llegar a su destino. Busca entre los huesos del utilitario, pero no hay señales de vida.

Se sienta en lo que fue el capó, desesperanzado. Y de entre los restos, surge una figura deforme. Metal sobre metal, más posee una forma humana.

-Si alguien cae… tú subes- sugiere con voz átona.

El conductor asiente. El monstruo grita atronadoramente. No pasaron ni cinco minutos cuando se despeñó un todoterreno a pocos metros del coche. El conductor chilló cuando se vio aprisionado por lo que parecía una enorme serpiente de acero, contra la que no tuvo fuerzas de forcejear. La serpiente le subió de nuevo a la carretera y le depositó suavemente en el suelo.

Después, volvió a ejercer de quitamiedos.

Y así es como sobrevive el que come metal y bebe gasolina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario