Era viernes. El jueves no debería haberse
levantado. Marcos respiró hondo y se limpió el sudor de sus manos en las
correas de su mochila. Estaba nervioso. Muy nervioso. No recordaba haber estado
más nervioso en toda su vida, y eso que le habían pasado un par de cosas que le
habían puesto el corazón a mil por hora. Fue a mirar la hora en su reloj, pero
no lo llevaba puesto: Lo había dejado deliberadamente en su mesilla de noche,
no quería que se le rompiera. Ese día iba a marcar un antes y un después en su
vida: iba a tener una pelea. Y para colmo tenía agujetas, cosa horrible, ya que
tenía que ir andando. La distancia que separaba su colegio de su casa, andando
a un paso tranquilo, no era mayor de quince minutos, debía cruzar seis calles.
Aún no había empezado a andar, había salido de su casa, pero se había quedado
delante del portal, fantaseando con lo que inminentemente iba a pasar, como
llevaba haciendo toda la noche, ya que no había podido dormir (o por lo menos
él no recordaba haberlo hecho). ¿Le romperían la nariz? ¿O le partirían un
diente? ¿Y si su enemigo llevaba refuerzos? Esas no eran más que una ínfima
parte de las preguntas que se había hecho, pero era incapaz de responder a
ninguna de ellas.
-¿Te has perdido?- le preguntó una señora
que paseaba por la calle, al verle con esa cara de preocupación.
Marcos negó con la cabeza, salió
parcialmente de sus ensoñaciones e inició la marcha hacía lo que iba a ser una
dura batalla. Tenía miedo. Se arrepentía de haberse levantado la mañana
anterior, todo lo que hizo ayer se podía considerar un terrible error: Inició
su día con normalidad, tal vez incluso un poco mejor que de costumbre, se había
despertado descansado y fresco, así que había estado de buen humor, a pesar de
ser lunes. Llegó pronto a clase y se puso a hacer garabatos en su pupitre, que
posteriormente borró cuando su maestra lo miró severamente. No tardó mucho en
empezar la clase, había algunos ausentes, como su amiga Teresa, o Eduardo, que
sabía hacer trucos de magia, aunque muy pocos le salían perfectos, enseguida se
notaba donde estaba el truco.
Cruzó la primera calle de las seis que
tendría que cruzar, había una de ellas bastante grande, tenía una isleta en
medio y todo, en realidad esa no era una calle, era una avenida. Sus padres no
podían llevarlo al colegio, le despertaban cuando se iban a trabajar, le
dejaban el desayuno preparado y se iban. Marcos se sentía orgulloso de lo
independiente que era para su edad. Le quedaban cinco calles para llegar al
colegio.
Detrás de él se sentaba Daniel, era un
tipo muy alto, pero estaba escuálido, debía pesar poquísimo, Marcos pensaba que
tenía alguna clase de enfermedad, pero resultó no ser así, sólo era un adelanto
en el crecimiento. Daniel le caía mal, jugaba a baloncesto, y era bastante
bueno, también era listo, y decían que había besado a una chica. Su hermano
mayor, que iba al instituto, tenía una moto chulísima, con la que le venía a
buscar todos los viernes. Se notaba a la legua que Daniel se creía el mejor de
todos. Posiblemente lo fuera. Marcos no sabía que era lo que le disgustaba de
él, su actitud o que fuera un ejemplo claro de lo mal repartido que está el
mundo. El caso es que le irritaba, le irritaba muchísimo. Pero Daniel no tenía
ningún problema con él (ni con nadie, que Marcos supiera). Eso también lo
molestaba, ¿Por qué nadie le bajaba un poco los humos? Joder, ni que fuese
perfecto.
Ya sólo le quedaban cuatro calles.
Pero aquel día Daniel no le había
molestado en absoluto, se encontraba a gusto, incluso le hizo un saludo con la
cabeza cuando este entró a la clase.
Llevaban dos tercios de la cuarta clase cuando
ocurrió la desgracia que le arruinaría el día. Fue inevitable. Cosa del
destino. Tenía que pasar. Se le escapó un pedo. Uno de esos que suenan, y que
contra todo pronóstico también huelen. Marcos se quedó petrificado cuando lo
oyó. No cabía duda que se había oído. Temió lo peor. Se giró lentamente, con
los ojos muy abiertos. Allí estaba Daniel, con una mirada de sorpresa y una
media sonrisa en los labios. Se llevó dos dedos a la nariz y se la tapó… “Tu
destino me pertenece ahora” parecían decir sus ojos.
Tres calles.
Pero Daniel no dijo nada. Le guiñó el ojo, y
gesticuló un “Me debes una”. Puto Daniel. Aquello si le cabreó, ¿cómo podía ir
de perdonavidas? ¿Quién se había creído? Por su culpa ya se le había pasado el
bueno humor. Pero aquello no podía acabar así. Se lo había buscado, eso no
podía negarlo nadie.
-¡Tío, Daniel, que peste, ¿qué has
comido, basura?- dijo Marcos en voz suficientemente alta para que toda la clase
se percatara. “Ahí tienes”
Daniel le miró, sorprendido. Tardó un par
de segundos en entender qué estaba pasando. Salió del shock cuando todos (o
casi todos, siempre había alguno que no entraba al trapo) empezaron a reírse y
a fingir que morían asfixiados, incluso cuando eran incapaces de percibirlo porque
les separaban más de cinco metros de distancia del culo de Marcos.
-¡Pero si has sido tú!- se defendió
Daniel.
-Sí, ya, échale el muerto a los demás-
dijo Marcos, saboreando las palabras, ¿por qué nadie le había explicado que
sentaba tan bien hacer daño a aquellos que odias? Era realmente satisfactorio,
una sensación de triunfo absoluto le invadió. “He ganado”.
Llegó a la calle ancha, la Avenida nosequé, nunca
había demostrado mucho interés por su ciudad, ni por el nombre de sus calles.
Tenía cosas mucho más importantes en que pensar como para preocuparse por esas
pequeñeces. El semáforo de peatones estaba en rojo, así que se tuvo que parar.
A su lado se paró uno de secundaria, parecía peligroso. Se dio cuenta de que le
estaba mirando, y le echó una mirada asesina. Marcos no volvió a mirarle. Cruzó
la Avenida
nosequé, ya sólo dos calles le separaban de su destino.
Daniel se había puesto rojo de rabia, y
se había levantado de su pupitre. El maestro (el de cuarta hora era un hombre,
no una mujer), que había intentado vanamente mantener el orden, impidió que
Daniel llegara al contacto físico, pero Marcos tuvo miedo, no apostaría por si
mismo en una pelea contra Daniel. La clase siguió en un tenso silencio, casi
todo el mundo miraba a Daniel, que aún seguía rojo, y hacía crujir sus nudillos
(eso también irritaba a Marcos, se notaba que se sentía muy orgulloso de poder
hacerlo… Él no podía), en claro signo de amenaza contra su persona. El resto
del día estuvo en tensión, esperando la hora de salida para huir a toda prisa.
Y eso fue lo que hizo. Salió nada más sonó el fin de clases, sin despedirse de
nadie y llegó a su casa en tiempo record. No le sentó demasiado bien la carrera,
le dio un ataque de tos y notaba que le temblaban las piernas (aunque no sabía
bien si del esfuerzo o del miedo… Seguramente de ambas). Al cabo de un rato,
llamó a Erik, un compañero de su clase, para preguntarle sobre Daniel.
-Dice que en cuanto te vea, te vas a
enterar- dijo Erik, emocionado. “Será cabrón el tío…”
Marcos se propuso hacer los deberes, pero
con los nervios del día, no se había apuntado qué debía hacer. Nunca se había
sentido (tan) desconsolado por no poder hacer los deberes. Se pasó más de dos
horas buscando por Internet técnicas de defensa personal. Si no hubiera estado
tan nervioso, habría disfrutado de la búsqueda y se habría parado a leer algo,
pero todo le parecía demasiado extenso, o demasiado complicado (como un golpe
en la garganta con el antebrazo, que prometía ser devastador) para poder
aprenderlo en una tarde. Al final se rindió y se puso a hacer flexiones. Hizo
quince y se cansó. Volvió a llamar a Erik, por si tenía noticias nuevas, pero
no sabía nada. Un rato después le volvió a llamar para preguntarle por los
deberes, este se los dijo, y media hora después ya había acabado. El día tiene
demasiadas horas para quien no tiene nada con que llenarlas. Jugó a la consola,
leyó, hizo diez flexiones más, buscó por la casa algo que pudiera usar de arma:
descartó los cuchillos por parecerle excesivos, también la raqueta de tenis, el
palo de golf y el bastón de excursionista por abultar demasiado. Al final se
decantó por un bolígrafo, que no destacaba mucho, y podía llevar cómodamente en
el bolsillo.
Ahora apretaba el bolígrafo en el
bolsillo, se había detenido de nuevo, y miraba a la interminable sucesión de
calles que llegaban hasta donde le alcanzaba la vista.
-¿Seguro que no te has perdido?- le
preguntó de nuevo la señora, que le había estado siguiendo, al verle tan
desamparado.
Marcos sacudió la cabeza, asintió y le
explicó que iba al colegio que se encontraba un par de calles más allá. La
señora murmuró algo de cómo era posible que dejaran a un niño ir sólo por las
calles, que lo podían raptar, o lo podía atropellar un coche, o Dios sabe que. Marcos
se volvió a secar el sudor de las manos en la correas de su mochila, respiró
hondo (de nuevo), y esta vez si se puso seriamente en marcha, cuanto antes
dejara atrás a la señora, mejor para todos.
Mientras andaba palpó de nuevo el
bolígrafo que llevaba en el bolsillo… Se sentía ridículo por llevarlo, y más
ridículo se sentiría cuando lo tuviera que sacar, seguro que se reirían de él.
Aquella noche anterior se había ido a
dormir anormalmente pronto, pero no tenía sueño. Las horas se le hicieron
eternas, fantaseando con el horrible destino que le esperaba al día siguiente.
Casi lo atropella una moto en la
siguiente calle, escuchó un “hijo de p-” mientras el motorista pasaba casi rozándolo,
y le hizo unos aspavientos con la mano mientras se alejaba. Marcos tenía ganas
de llorar, ¿por qué todo el mundo era tan perverso? ¿Qué no se daban cuenta que
estaba sufriendo? ¿Por qué a nadie le importaba él? Seguro que no había nadie
en todo el mundo que fuera tan desgraciado como era él en ese momento.
La última calle, el último cruce.
Se giró para ver si aún le seguía la
señora, pero no era así, suspiró aliviado.
En el último cruce se fijó bien de que no
viniera nadie. A la vuelta de la esquina estaba el colegio. ¿Estaría Daniel
esperándole en la puerta? Seguro que sí.
Llegó a la puerta… Y allí estaba Daniel.
Marcos sintió como le cedían las piernas. Intentó recular, pero Daniel se
percató de su presencia. Marcos dio un paso atrás.
-Espera- dijo Daniel en tono severo. Parecía
enfadado.
Marcos apretó el bolígrafo en su
bolsillo, debería haberse traído un cuchillo, aunque solo fuera para asustar.
Con un par de zancadas, Daniel se colocó
delante de Marcos… “Es alto como una torre”.
A Marcos le temblaban las piernas, no lo
suficiente como para que fuere notorio, pero él si era consciente de ello.
Seguramente sería incapaz de hablar fluidamente, bueno, tampoco le iba a hacer
falta.
-¿No tienes nada que decir?- dijo Daniel,
seco.
Marcos tragó saliva, se había planteado
pedirle disculpas, pero sería una humillación muy grande, y además eso no
garantizaba que todo fuera a solucionarse sin violencia. Daniel parecía
decepcionado.
-¿Nada? ¿Ni un “lo siento”?
-Lo… Lo… Lo siento –tartamudeó Marcos. Se
sentía como un gusano, cuando se había imaginado la escena, él siempre se
mostraba seguro y decidido, y aunque el sentido común siempre acababa
imponiéndose y él perdía la pelea, no por ello perdía su dignidad. Como cambian
las opiniones que tienes una vez vives las experiencias en tus carnes. ..
-¿Qué es lo que sientes?
Marcos se mordió el labio, maldijo mil
veces a aquel cabrón, que le obligaba a hablar cuando era obvio que estaba a
punto de derrumbarse. Era un sádico. Le odiaba ¿Cómo podía disfrutar tanto del
sufrimiento ajeno?
-Lo del pedo… -dijo con un hilo de voz.
-Yo no iba a decir nada –le espetó
Daniel- no soy así.
-Ya…
-“¿Ya?” ¡Y una mierda! –gritó Daniel,
enfadado- ¡Tú no sabes nada sobre mí!
Un grupo cada vez mayor de niños se
acumulaba a su alrededor, esperando la inminente pelea. Sólo hacía falta que
Marcos se rebotara, o que Daniel perdiera los nervios, lo que fuera, y eso
desencadenaría la batalla. Cada frase era escuchada atentamente, esperando una
señal indeterminada del inicio de la batalla.
-¡Tú tampoco sabes nada sobre mí!
–respondió enérgico Marcos, algo más confiado por la presencia de los otros
niños.
-Me tienes envidia, por eso me la has
jugado.
-No es verdad.
-Claro que sí – le insistió Daniel.
-Claro que no.
La verdad era que sí. Claro que Marcos
sentía envidia. Desear aquello que no se posee es parte de la naturaleza
humana, y Marcos era un ser humano.
-¿Entonces por qué?
-No sé, es lo que me apeteció hacer.
-¿Y si te digo que lo que me apetece
hacer ahora es darte una hostia?
Todos contuvieron el aliento, era “la
señal”. Todo dependía de lo que dijera ahora Marcos.
Tardó un poco de tiempo en contestar:
-Te odio, eres a quien más odio de todo
el mundo.
Fue claro y breve. Dejó trastocado a más
de uno, entre ellos, a Daniel e incluso a él mismo. De pronto Daniel parecía
abatido, como si le acabaran de dar una funesta noticia.
-¿En serio? –su tono ya no contenía
enfado, o por lo menos Marcos ya no lo notó.
Marcos se empezó a sentir culpable… ¿Por
qué se sentía culpable? ¡Él le había arruinado el día!
-Sí –confirmó Marcos- sólo de pensar que
te voy a ver si vengo a clase, se me quitan todas las ganas de venir.
Inexplicablemente, por lo menos para
Marcos, algunos de los que hacían corro a su alrededor empezaron a alejarse ¿Qué
pasaba? ¿Ya no creían que se fueran a pelear? No lo entendía.
-Pues yo no te odio –dijo Daniel,
mirándole a los ojos- estaba enfadado contigo, te quería pegar… Yo no te había
hecho nada y tú me la jugaste, no era justo. Yo sólo quería hacer justicia.
Repentinamente, Daniel le dio una patada
en la espinilla. Marcos gritó y retrocedió cojeando. No había dolido suficiente
como para echarse a llorar, pero había dolido, le saldría moratón. ¿Ya está?
¿Ese era el terrible castigo con el que había sufrido toda la noche? ¿Dónde
estaban los dientes rotos, la nariz partida y las hordas de enemigos?
-Estamos en paz –dijo Daniel, sombrío. Se
dio media vuelta y entró en el colegio. Todos los del círculo estaban callados,
y se empezaban a disgregar, bastante decepcionados. Marcos se quedó allí
plantado, mirándose el pantalón: al darle la patada, le había manchado la
pernera del pantalón con polvo. Se podía ver la marca de las zapatillas. Usaban
la misma. No entendía porque, pero aquello lo hizo sentirse mal. ¿Por qué no
entendía nada? Todo era muy confuso. Se giró para ver si se acercaba la señora
a preguntarle si se encontraba bien, pero no estaba allí, habría vuelto a su
casa, o se habría ido a trabajar… O tal vez seguía por la calle preguntándole a
los niños si se habían perdido y necesitaban ayuda.
Alguien abrió entonces la puerta del
colegio. Era Daniel. Llevaba su mochila. Un profesor le acompañaba.
-¿Quieres que me espere hasta que llegue
tu padre?
Daniel negó con la cabeza. Marcos
interrogó al profesor con la mirada. “Se encuentra mal”, le pareció que dijo.
Aún a pesar de que no quería que se esperara con él, el profesor se esperó
hasta que llegó un coche gris último modelo, que paró frente a Daniel. Era su
padre, Marcos le había visto en las representaciones escolares, en el público,
con una videocámara. También era muy alto y delgado, como su hijo.
-¿Qué pasa?- preguntó desde detrás de la
ventanilla bajada.
Daniel abrió la puerta del acompañante y
se metió en el coche, le susurró algo a su padre, y este asintió, comprensivo.
-Gracias por avisarme- le dijo al
profesor.
Antes de arrancar, Daniel miró a Marcos.
Ya sólo quedaba él allí fuera, todos los del círculo se habían ido.
-Adiós, Marcos.
Esas fueron las últimas palabras que le
oyó decir. Después del fin de semana, cuando volvieron a clase, les comunicaron
que Daniel se había cambiado al colegio que había al otro lado de la ciudad.
No supo nada más de él durante la primaria.
Ni durante la secundaria. Ni en la universidad. Ni en su año sabático. Ni cuando se casó. Ni
cuando tuvo hijos. Nunca más supo de
Daniel, ni comentó con nadie nada sobre él, ni le oyó nombrar a través de
terceros.
Se esfumó de su vida.
Exactamente como había deseado.
Y sin embargo, no hubo un solo día en que
no se arrepintiera de haberse levantado aquel fatídico viernes.
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