viernes, 18 de mayo de 2012

Reforma

La señora Martínez decidió un día, como quien no quiere la cosa, que no le gustaba ni la forma ni el color de su tejado, arrugó la nariz, se hizo con el móvil de un zarpazo y nos llamó, exigiendo un cambio radical e inmediato. Todos respiramos aliviados, porque hacía una cantidad preocupante de tiempo que nadie requería nuestros servicios y el negocio peligraba. Aceptamos el pedido, concertamos la cita y, llegado el día, nos personamos allí, contentos de ser útiles nuevamente.

-Ya estamos aquí, señora- informé.

La señora Martínez nos dedicó una sonrisa complacida y antes de que pudiéramos preguntar nada, empezó a bombardearnos con sus exigencias. Me rasqué la cabeza, esforzándome por no escuchar una palabra, mi compañero hizo lo propio.

- Lamento interrumpirla- comentó mi compañero- pero lo primero que tenemos que hacer es limpiar un poco. Luego nos lo explica. Ella asintió, molesta y nos preguntó si queríamos una escalera. «No, traemos las nuestras». Y nos pusimos a trabajar. Decidimos empezar a limpiar desde la misma pared, pero cada uno avanzar en una dirección y juntarnos al otro lado. Solemos hacer esto, sabiendo que se trata de una silenciosa competición: en el caso de trabajar a la misma velocidad, nos encontraríamos justo en la mitad de la pared contraria. Por tanto, el que le robe parte de la pared al otro habrá trabajado más y por tanto tendrá derecho a murmurar cosas como «estoy molido» o «menudo día» mientras el otro solo podrá apretar los dientes. Puede parecer una motivación ridícula, pero si nos ponemos a analizar todos y cada uno de los aspectos de la vida y descartamos todos aquellos que no se ciñen a una estricta lógica, acabaríamos mortalmente aburridos.

Me subí a mi escalera, descarté subirme al techo (desde donde podría trabajar con calma, sin necesidad de ir moviendo la escalera cada pocos metros) porque parecía resbaladizo y había que evitar los accidentes a toda costa: cuando se es autónomo, la integridad física adquiere una importancia descomunal. Saqué mi cincel (o por lo menos yo siempre le he llamado cincel) y mi martillo y me puse a rascar la mugre, el barro y las hojas. Pam, pam, pam, pam. Cuando conseguía liberar un trozo, se desprendían los desechos y los oía hacerse añicos contra el pavimento. La señora Martínez solo tenía jardín en la parte delantera de la casa, allí el sonido del barro y la porquería al caer no sería tan estruendoso.

Finiquité la primera mitad de la pared y doblé la esquina. Ahora estaba en un lateral de la casa, un lugar gris en el que se notaba la falta de actividad, el suelo estaba muy sucio y había una bicicleta demasiado oxidada para ser del gusto de cualquier ratero. La casa le negaba la luz del sol, por lo que todo tenía un aspecto tétrico. Por supuesto, soy un hombre hecho y derecho, no tengo miedo a la oscuridad ni a los callejones solitarios, así que coloqué la escalera y me puse a rascar. Creía llevar un buen ritmo, tenía ganas de llegar a la parte delantera de la casa, con su luz cálida y su césped mullido y acolcha-ruido.

Bajé de la escalera, la avancé un metro, la fijé y volví a subir. Entonces lo oí. De lejos me había parecido una rama retorcida colgando, pero en ese momento que estaba cerca vi que era un nido de golondrinas. Y dentro estaban los pequeños polluelos, piando estúpidamente. Limpié la zona circundante con frialdad, pero no toqué el nido. Miré a mí alrededor, esperando ver llegar a la madre en picado, un segundo antes de que se abalanzase sobre mis ojos. Pero no había rastro de ella. Y aunque estuviera, ¿qué podría hacer ella, salvo contemplarme impotente? Con mi cincel hice una pequeña muesca en el nido, y alcé mi martillo. Vacilé, ¿qué pasaba si mi cincel, al atravesar la rudimentaria construcción, golpeaba a una de las crías y la mataba? No, la verdad era que tanto daba, aunque destruyera el nido sin dañarlos, morirían de hambre o acabarían en el estómago de un gato. Recordé que si tocaba o manipulaba a las crías, luego la madre las rechazaría y las dejaría morir… ¿o eso era en los perros? Me rasqué la cabeza, indeciso. No es que me caracterice por defender a capa y espada los derechos de los animales, pero una cosa era no ir a una manifestación o una protesta y otra muy distinta era matar unos pajarillos. Saqué el cincel de la muesca y di unos golpecitos con él en la escalera. El sonido metálico resonó por todas partes, ¿era acaso la queja del cincel por haber detenido su trabajo, con el que supongo disfrutaba?

-Oídme- les dije- porque os tengo que decir algo muy importante.

Eché una ojeada a mí alrededor, por si alguien me estaba mirando y se pensaba que estaba loco, pero no vi a nadie. Volví a mirar al nido, centrándome en único orificio existente, por el que no veía nada, ni siquiera un rastro de algo.

-Oídme- repetí- porque está en juego vuestras vidas.

Por supuesto no hubo respuesta, alguna esporádica piada a la que me esforzaba en no encontrar racionalidad, pues era lo único a lo que me podía aferrar.

-Se me ha encargado despejar esta pared de suciedad y barro- les expliqué- y lamentablemente vuestra casa está hecho de barro.

¿Qué hubiera dicho yo ante eso? «Tu casa está en medio, no es culpa tuya, pero debe ser derribada». Era peor aún, porque ellos ni siquiera podían salir.

-No os odio ni tengo nada personal contra vosotros- les aseguré- si por mi fuera, os dejaría en paz. Pero me lo han encargado y realmente necesito el dinero que esto implica. También yo tengo que vivir, ¿sabéis?

Los polluelos no contestaron, permanecieron ocultos, suponiendo erróneamente que las paredes de su hogar podían mantenerme alejado. No era que lo considere una actitud arrogante, más bien una poco realista. ¿Habría estado yo contándoles todo aquello si no fuera capaz de arruinar sus vidas?

-¿Qué coño haces?- oí que alguien me gritaba desde el borde del callejón. Giré la cabeza y vi a mi compañero, ceñudo, mirándome.

-Hay un nido de golondrinas- le expliqué- con polluelos.

Mi compañero permaneció unos segundos callado, meditando.

-Pues… tendrás que quitarlo.

Asentí. Era todo lo que necesitaba, una opinión externa. Coloqué el cincel en un lateral y empecé a golpearlo con el martillo. Los polluelos empezaron a piar, asustados.

-¡Pi, pi, pi, pi!- gritaban, mientras golpeaba con mi martillo.

Pam, pi, pam, pi, pam, pi, pam, pi. Lástima que no estuviéramos en la zona de hierba.

3 comentarios:

  1. Bien, Felipe, sacas como nadie una historia de donde aparentemente no parece que haya nada.
    (Ojo por cierto a los tiempos verbales, hay un batiburrillo de presente y pasado en los tiempos empleados por el narrador).

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  2. Empieza tierno y acaba..... Como la vida misma, cruda y real.

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  3. dio lastima el final. !!!Que dilema !!! fn2

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